Felícitas Sánchez Aguillón, la Ogresa de la Colonia Roma


     Sí. Es cierto, la cuenta es variable según épocas y países, pero los varones homicidas suelen superar estadísticamente a las mujeres en una proporción que oscila entre ocho a una y once a una. Más sencillo todavía: sólo una décima parte de los asesinos son mujeres. Pero, tal vez, algunos de los crímenes que más repulsión causaron nunca y algunas de las páginas más terroríficas  que se escribieron nunca en la historia del crimen, hayan tenido como protagonista a una mujer. En el caso de Felícitas Sánchez Aguillón, el mal nos entrega su peor estampa. La historia de esta mujer no es para estómagos sensibles, ya lo advertimos, porque, además, sus víctimas fueron los más indefensos: niños de corta edad, incluso bebés.

     
     Era el 8 de abril de 1941. Los operarios, un plomero y unos albañiles, recibieron una llamada que parecía igual a otras tantas: la alcantarilla del edificio del número 9 de la calle Salamanca, estaba obturado. Así lo hacía saber el dueño de una tienda de abarrotes, un estanco, Francisco Páez, que aseguraba que parecía que el atasco se encontraba en el origen mismo de la toma domiciliaria. Páez tenía su comercio en el primer piso del edificio, por lo que los albañiles procedieron a levantar el piso del negocio para poder acceder a la alcantarilla. Fue entonces cuando tropezaron con un espectáculo que les revolvió las tripas y les produjo unas fuertes náuseas. Bajo la nube de miasmas que olía a carne putrefacta y descomposición, un amasijo de lo que parecía ser una mezcla de carne, gasas, sangre y algodones, obturaba la conducción del agua. Alguno de ellos, venciendo las ganas de vomitar, comenzó a rescatar algunos de los elementos de esa pastosa mezcla. Y allí, como un chivato mudo que quisiera despejar todas las incógnitas, apareció un cráneo humano. El cráneo de un niño.

     
     Las horas siguientes fueron de total agitación. La policía fue advertida y también  alguien avisó al reportero de sucesos del diario La Prensa. Para entonces, en un caño de las conducciones del estanquillo de Páez. Páez contó a la prensa que ya en otra ocasión había tenido que destapar las cañerías y retirar lo que, en ese momento, le parecieron restos de perros o gatos domésticos: trozos de hueso, de carne en descomposición. Pero en esta segunda ocasión, los restos dejaban ver que eran humanos.
     Las primeras pesquisas de la policía condujeron a la principal sospechosa. En ese mismo edificio vivía también Felícitas Sánchez Aguillón, una mujer a la que la policía ya conocía.

     Felícitas nació en Cerro Azul, en Veracruz (México). Según algunas fuentes, la mujer sufrió una infancia con una madre que no la quería e incluso la maltrataba. Estudió enfermería y ofició como partera. También se casó, con un hombre de su mismo pueblo natal, llamado Carlos Conde, con el que, al poco tiempo de desposarse, dio a luz a dos niñas, gemelas. Felícitas manifestó desde el principio su total desapego de las niñas y su falta de interés por cuidarlas e incluso propuso repetidamente a su marido que vendieran a las niñas y, de esa manera, obtendrían algo de dinero para vivir con más desahogo. El esposo se resistió, pero la insistencia de Felícitas fue tanta (y, quizás, pesaron también en la decisión las apreturas económicas y la falta de cariño que el hombre veía que esperaba a sus dos hijas), que finalmente accedió a las pretensiones de la mujer. No tenía, sin embargo, mal fondo el marido, de forma que pronto se arrepintió y quiso ir por sus hijas, pero Felícitas se negó en redondo a decirle a quíén las había vendido.
     El dolor y el resquemor del hombre para con su esposa fue creciendo, el matrimonio no pudo sobrevivir a ello y se rompió. Tras separarse, ella se marchó a Ciudad de México. Allí, con la experiencia que le había dado su propio caso, se dedicó a traficar con niños, vendiendo a familias que no podían tener descendencia los bebés que las madres solteras, por diversos motivos, generalmente de índole social, no querían mantener. Un negocio de altos beneficios que, sin embargo, le valió el primer tropiezo con la policía. Durante el México porfirista, en 1910, Sánchez fue detenida por lo menos en dos ocasiones por intentar vender un bebé. Pero quedó libre en ambos casos, tras pagar una simple multa.
     
Felícitas, con los beneficios obtenidos, alquiló una habitación a una mujer que vivía en el apartamento 3 del número 9 de la calle Salamanca, en la Colonia Roma. Su casera apenas estaba en casa y sólo la pisaba para dormir, porque trabajaba fuera todo el día. Así que, libre de curiosos y con un "despacho" propio, Felícitas Sanchez estableció su negocio de partera llegando a tener clientas de alto poder adquisitivo. Esto era también sospechoso. ¿Por qué una mujer de alcurnia acudía a una habitación de un barrio marginal a ser atendida por una partera? La respuesta está en que Felícitas había ampliado su negocio. Las mujeres no acudían para engendrar, sino para abortar. Los niños que "arrancaba" eran desmembrados en la cocina y arrojados sus miembros por la cloaca. A veces, quemaba los restos en un horno, lo que explicaba el humo negro y de olor muy desagradable que algunos testigos vieron salir a veces de su departamento. En otras ocasiones, dejaba vivir a los bebés pero traficaba con ellos. Tras algún tiempo llevando a cabo estas prácticas. Pasó a mayores.

     Había niños, de diversas edades, aunque siempre  pequeños, que Felícitas no lograba vender. Éstos acababan muertos. Algunos de sus cadáveres también fueron quemados en el horno. A otros los desmembraba. Lo más atroz es que, según los cómplices que después se descubrió que utilizaba, en ocasiones los niños eran desmembrados y quemados vivos. A otros les asfixiaba, les envenenaba o les apuñalaba repetidamente. Las alcantarillas y el cubo de basura era el destino de los cuerpos de los pequeños. El marido de Felícitas, Carlos Conde, cuando el caso fue carne de titular, confesó también que había tenido más hijos con Felícitas, no sólo las gemelas. En el caso de los niños varones, su esposa les asesinó en cuanto nacieron.

     
Con el dinero que obtenía llegó a abrir una tienda, una miscelánea que empleó, al igual que su apartamento, como una clínica clandestina. La llamó "La Quebrada".
     Pero el relato debe volver ahora a ese 8 de abril de 1941 cuando la policía descubrió que en el inmueble vivía Felícitas Sánchez Aguillón, una mujer con la que ya se habían tropezado 30 años antes, en 1910.

      La policía no lo dudó y se encaminó a la vivienda del número 3, donde la casera abrió la puerta. Los policías le relataron lo que habían descubierto y la mujer se mostró sorprendida. No sabía nada, pero a instancias de los agentes, les condujo hasta el cuarto de Felícitas y, por primera vez desde que le alquilara aquél departamento, entró en él. La policía y la casera pudieron ver, entonces, un altar con velas presidiendo el cuarto, agujas, ropa de bebé, fotografías de niños, repartidas por la vivienda e incluso un cráneo humano. No hallaron a Felicitas, como tampoco la encontraron en La Quebrada, que fue inmediatamente registrada también, por la policía. Alguien debió avisar a la partera, porque Felícitas no apareció. Había huido. Según la versión que dio la dependienta, María González, quien sí seguía atendiendo el local, su jefa había salido a eso de las seis de la mañana, pero varios clientes aseguraron que la prófuga había estado en la tienda hasta quince minutos antes de que entrara la policía.
     Sin embargo, la investigación recayó en manos del detective José Acosta Suárez, que al año siguiente también sería el responsable de la detención de otro asesino en serie mexicano:  Gregorio "Goyo" Cárdenas, el Estrangulador de Tacuba. Acosta demostró ser un profesional eficiente y apenas tres días después, el 11 de abril, se detuvo al plomero Salvador Martínez Nieves. Éste declaró que Felícitas le llamaba frecuentemente y siempre con el mismo fin: destapar las cañerías porque se obstruían a menudo. Él lo hizo hasta una ocasión en la que se tropezó con lo que obviamente eran restos humanos. Entonces, se negó a intervenir más, pero Felícitas le amenazó: le dio a elegir entre implicarlo como cómplice o, en cambio, seguir acudiendo cada vez que ella le llamara y cobrar una paga sustanciosa. El plomero, en parte por miedo, en parte tentado por el dinero, cedió.

     
Roberto Sánchez "Beto"
El mismo día también se detuvo a la responsable de aquella carnicería. Felícitas Sánchez fue apresada por la policía en la calle Bélgica, de la Colonia Buenos Aires, mientras se trasladaba en un automóvil, junto con su amante Roberto Sánchez Salazar (según otras fuentes, Roberto Covarrubias, alias "Beto" o"Gúero", que sería el padre de la tercera hija de Felícitas, nacida en 1939) a Veracruz, donde pensaban escapar de la ley. Las declaraciones de la que ya los diarios habían bautizado como "la Ogresa de la Colonia Roma", entre otros apelativos, declaró que:

     "Efectivamente, atendí muchas veces a mujeres que llegaban a mi casa. Las atendí de las fuertes hemorragias que tenían, algunas provocadas por golpes y la mayoría de ellas por serios trastornos ocasionados por haber ingerido sustancias especiales para lograr el aborto. Me encargaba de las personas que requerían mis servicios y una vez que cumplía con mis trabajos de obstetricia, arrojaba los fetos al WC"

     La defensa de Felícitas se basaba, por un lado, en una concepción perversa del valor de la ayuda que prestaba a las mujeres que querían abortar. Por otra, parecía apuntar a un profundo daño psicológico o moral, si se prefiere, que modificaba su percepción de la realidad, cosificando a las criaturas y no demostrando por ellas la menor empatía. Como cuando declaró lo siguiente:

      "Muchos  niños nacían muertos. Una mujer me dijo que había soñado que su hijo iba a nacer muy feo, que por favor le hiciera una operación para arrojarlo. En efecto, aquella criatura era un monstruo: tenía cara de animal, en lugar de ojos unas cuencas espantosas y en la cabeza una especie de cucurucho. A la hora de nacer, el niño no lloraba, sino bufaba. Le pedí al señor Roberto que lo echara al canal, y él le amarró un alambre al cuello".

     

       Recluida en su celda, a Felícitas, según los guardias que la custodiaban, se la veía temblar, saltar, luchar con seres imaginarios, rodar agotada en su jergón, moverse tan inquieta que los médicos decidieron sedarla. Parecía haber sufrido una regresión, volver a su época de niña pequeña, de bebé. Incluso tuvo berrinches típicos de los niños: pataleaba, chillaba, decía que quería irse de allí o se tiraba al suelo para gritar y sacudirse como si fuera una niña malcriada. Pasó varios días sin comer. Se mostraba en un estado similar a la depresión: sólo quería dormir. Al parecer, mientras estuvo en prisión, los instructores de su causa decidieron llevar a su tercera hija a un hospicio, ya que en su expediente aparece un trozo de papel sepia, escrito a mano, en el que alcanza a leerse: "Puede quedarse la niña de la reclusa Felícitas Sánchez para remitirla al kinder el lunes próximo".

En esa época no existía la noción de asesino en serie, pero ciertos crímenes (y el infanticidio era y siempre ha sido uno de los crímenes más llamativos), eran altamente condenados por la sociedad y, por tanto, alimento para los medios de comunicación. Asi que los periódicos se cebaron con el caso durante unos cuantos días. Le apodaron la Ogresa de la Colonia Roma, La descuartizadora de pequeños, la destazadora de niños e, incluso, la trituradora de angelitos. La prensa recogía todos los detalles que se iban conociendo sobre ella y también su defensa. En un titular del diario "La Prensa", se lee también que "La Descuartizadora denunciará a todas las señoras que la fueron a solicitar". Fue una estratagema de su abogado, que amenazó con hacer pública la lista de clientas de Felícitas si con ello ayudaba a su defendida.
El proceso se inició el 26 de abril. A pesar de que se calcula que Felícitas había torturado y matado casi a un centenar de bebés y niños pequeños, sólo se le imputaban los cargos de aborto, inhumación ilegal de restos humanos, delitos contra la salud pública y responsabilidad clínica y médica. Todos esos cargos eran considerados delitos leves y podrían solucionarse con una fianza.
El defensor, desde luego, fue muy hábil. Dado que la principal prueba eran los restos de cadáveres que se habían extraído de las cloacas del inmueble, como el cráneo y las piernas que correspondían, a un niño de , al menos, un año de edad, pidió que se "comprobasen", pero entonces se descubrió que habían desaparecido.
La parte fiscal, por el contrario, tenía a su favor las declaraciones del plomero, que estaba dispuesto a colaborar y declararlo todo para limpiar su conciencia y la de Beto, el amante de Felícitas, que confiaban en que también declarara en su contra ejerciendo sobre él la adecuada presión.
Sin embargo, la sorpresa llegó cuando el juez que llevaba el proceso se declaró, de forma repentina,  incompetente para seguir llevando el proceso. Esto provocó, según el derecho procesal vigente en la época, que el proceso se interrumpiera. Como consta en el expediente, en un documento fechado el 10 de mayo, el juez octavo determina dejar a la partera libre, a cambio de una fianza de 600 pesos.
Todo el proceso, pues, pareció estar corrompido. Se sospecha, de hecho, que el juez fue sobornado por las familias pudientes que acudieron a Felícitas para que les practicara un aborto o les comprara algún niño. Probablemente, la amenaza del abogado de hacer pública la lista de todas esas familias provocó que, para evitar el escándalo, comenzara a moverse la maquinaria de la corrupción.
No obstante, aunque salió en libertad, la Ogresa sabía que ya no podría seguir manteniendo su negocio. Era demasiado popular. Había salido en los periódicos y todos la conocían. Nadie querría, ahora, arriesgarse a que se le relacionara con ella. Así que tomó la decisión de suicidarse.

El 16 de junio de 1941 Felícitas se encontraba en la cama con su amante cuando, de pronto, se levantó.
-¿Dónde vas?- preguntó él
-A la cocina.
-¿Por qué a la cocina?
Felícitas escribió entonces tres cartas mientras su amante se dormía de nuevo. Luego, se tomó entero un frasco de Nembutal. Al amanecer, Roberto Covarrubias despertó de nuevo y vio que Felícitas no había vuelto a la cama. Estaba en la cocina, tirada en el suelo, muerta. Sobre la mesa, había tres cartas escritas a lápiz. Una de ellas era para su amante, Beto, pero el hombre no debió esperar ningún mensaje de cariño o ninguna emoción en esas pocas letras. Sólo le decía:

"Beto: dirás al licenciado que el traspaso no se efectuó y el que verdaderamente va a traspasar se llama Ponce, que el dueño de la casa ya le había hecho contrato porque a él lo engañaron diciendo que yo decía. Adiós, Beto"

Sólo instrucciones frías sobre el traspaso de La Quebrada. Y apenas una palabra para él: adiós. No era una misiva muy distinta de las otras dos, que iban destinadas a dos abogados: la primera al licenciado Enríquez, una breve carta que parece tener relación con la de Beto:

"Yo nunca he firmado ningún traspaso, pues usted sabe de sobra que no son propiedades mías. Por mi parte, hasta aquí fui su víctima"

La última, al abogado Martín Silva:

"En sus manos todo va bien y le tengo confianza. No lo hago por cobardía o duda de que me salvará. Ya me cansé de luchar. Ya no puedo. Don Carlos me ha ganado. Pero no tanto porque si usted puede hacer la denuncia penal, por lo menos me habré vengado".



Venganza incluso, más allá de la muerte. Eso pedía Felícitas. Así de malvada era, sin duda, su verdadera naturaleza.

Fuentes consultadas:
El Heraldo de Xalapa, sección "Escena del Crimen" (15 de Octubre de 2012)
http://www.eprensa.info/2013/04/homicidio_30.html
http://thewomanwhokill.blogspot.com.es/2014/03/felicitas-sanchez-aguillon.html
http://asesinosenseriebios.blogspot.com.es/2010/11/felicitas-sanchez-aguillon-la.html

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