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Mary Ann “Polly” Nichols
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Antes, esa calle se llamaba Ducking Pond Row, porque al
final de la calle, cuando aún o existía la estación de ferrocarril, había un
estanque con patos. Pero a la gente no se le puede imponer la manera en la que
configuran el mundo y, tal vez por eso, los de Whitechapel, conforme
desapareció el estanque y creció la estación, y se prolongaron las vías, y
creció la ciudad y nació North Street, por donde se llegaba al cementerio
judío, la gente, decíamos, comenzó a abreviar y corromper su nombre y a
llamarla Duck’s Row, de donde terminó siendo Buk’s Row. Pero que nadie la
busque en las guías de viaje hoy en día. En la actualidad se llama Durward
Sreet. Le cambiaron el nombre ese mismo año de 1888, porque todo el mundo
asociaba su nombre con el de los sucesos que tuvieron lugar en esa madrugada de
verano.
Bien; pues Buck’s Row era una sucia callejuela separada un
metro de la carretera de apenas 20 pies de largo (algo menos de 610 metros) que
conecta Brady Street con Baker’s Row (que hoy también ha cambiado su nombre por
el de Vallance Road). A la altura del cruce entre los almacenes Essex Wharf y
los almacenes Brown and Eagle Wool Warehouse y la factoría Schneider Cap, hay
una puerta de entrada a un viejo corral entre un internado (al oeste) y el
terraplén de unas casas pertenecientes a la clase más alta de comerciantes. En
mitad de la calle también hay un matadero. Todos los días y también algunas
noches, invariablemente, pueden verse hombres con delantales salpicados de
sangre entre la multitud que se agita en ella. Aquí, una prostituta que se
retira ya de madrugada, pero que aún sonríe a los caballeros con los que se
cruza –y a los haraganes de los que sospecha que aún les quedan unas monedas en
el bolsillo deseando cambiar de dueño-; allá, un comerciante arrastrando un
carro cargado de fruta que intentará colocar en el mercado, más cerca, un
policía que camina distraído, procurando no escuchar el altercado ocasional que
se provoca, de pronto, en una esquina, a causa de un cambio mal dado o de la
negativa a darle un poco de tabaco a un viejo desdentado.
Algo más allá, un
pilluelo perseguido por otros dos, todos riendo, vestidos con su boina y sus
pantalones de lana, caídos los tirantes y con la camisa a medio sacar del
interior de la cincha; en el otro lado, un caballero de aspecto respetable, que
llamaba la atención con su porte distinguido en medio de la turba, pero del que
todos sabían que había venido buscando el juego de alguna ramera de las muchas
que ofrecía Whitechapel por entonces. Y jovenzuelos mensajeros corriendo
con cartas en la mano o pequeños paquetes, o botellas de agua, para ganarse
unos chelines, y tintadores ofreciendo su producto, y limpiabotas, y chicos
descarriados fingiendo ociosidad pero acechando a quién robarán su siguiente
cartera o su reloj, si hay suerte, y la mujer que vende la verdura gritando la
calidad de sus lechugas, y el lechero, los cocheros, los paseantes, los
muchachos que anunciaban la nueva edición del periódico desgañitando sus
titulares. Y todo, todo, envuelto en un hedor nauseabundo de carne lacerada,
sangre fresca y vísceras abiertas que provenía del matadero. Y de día aún era
soportable, porque de noche, el penetrante y nefando olor persistía, con más
fuerza si cabe al no ser distraído por las frutas, los caballos vivos o el
sudor de los transeúntes; con más fuerza, también, porque la frecuente niebla
lo impregnaba de humedad y lo multiplicaba. El pudor persiste, sí, pero la luz
se ha ido y la única iluminación con la que se puede contar es una farola de
gas en la lejana esquina del final de la calle. Buck’s Row era una calle que
evitaban pisar de noche los habitantes de Withechapel porque, en la oscuridad,
el olor de la muerte se enseñorea de ella.
El
descubrimiento
Sin embargo, por ahí debía pasar cada día, camino del
trabajo, Charles Cross, empleado de los Almacenes Essex. Esa madrugada hizo
exactamente eso. Bajaba de Brady Street a lo largo del lado norte de Buck’s Row
hacia las 3:40 de la mañana de ese 31 de Agosto cuando vio algo, un bulto, tal
vez una lona olvidada, pensó, contra las puertas de Brown’s Stable. Cross era
un negociante nato y sabía aprovechar cada oportunidad que le pasaba por
delante para sacar algún provecho. Así que, suponiendo que tal vez podría
utilizar él para cualquier cosa ese objeto, cruzó Narrow Street, sólo para
darse cuenta de que no se trataba de nada de lo que había creído. Se trata del
cuerpo de una mujer. Cuando se acercó, escuchó pasos detrás de él. Otro hombre
se aproximaba a la escena. Era otro empleado de su misma empresa, Robert Paul,
por eso, Cross le esperó e incluso le gritó que se acercara, “¡Aquí hay una
mujer!”
A la escasa luz de la calle, distinguieron que la mujer
estaba tendida hacia arriba, con los brazos en los costados, una de sus manos
aferrada a una verja y la ropa descolocada, con las faldas subidas por encima
de la cadera. Allí mismo, Cross y su compañero discuten sobre si la mujer está
muerta o sólo bebida. Para intentar despejar las dudas, Cross la toma de las
manos y las suelta, cayendo éstas a lo largo del cuerpo blandamente. Ha notado
muy frías las manos, “frías como la muerte” se dice. Concluye que está muerta, pero
su cara aún guarda algo de calor. Ambos hombres deciden, entonces, llamar a la
policía.
Conforme ellos abandonaban Buck’s Row, entraba por Thomas
Street el agente de policía John Neil con placa 975J, una placa que anunciaba
que pertenecía a la División J, recientemente creada por la Policía
Metropolitana que realizaba su patrulla rutinaria. Whitchapel Road, Baker¡s
Row, White’s Row, Bucks’s Row y, finalmente, Brady Street, con inclusiones
esporádicas en Thomas Street y Court Street, para regresar otra vez a
Whitechapel Road y reiniciar el circuito. Un recorrido que le llevaba media
hora si no se distraía, tal vez algo menos. Aquella había sido una noche
tranquila y, como la humedad de la niebla y algunas gotas de lluvia comenzaban
a calarle los huesos, Neil había hecho la ronda algo más deprisa. Por eso,
cuando también él distinguió un fardo o tal vez un borracho en mitad de la
calle, supo que no había estado allí hacía apenas un cuarto de hora.
Neil
se acercó y elevó su linterna. Entonces comprendió que se trataba de una mujer.
Una mujer que tenía los ojos ligeramente entreabiertos. Pero no estaba
borracha. No cabía duda, porque su mirada, más experta que la de los dos
cocheros del Almacén Essex, y la luz de la linterna, le permitieron ver lo que
Cross y Paul pasaron por alto: la sangre aún manaba de un enorme y fe corte que
le atravesaba el cuello de parte a parte. El agente anotó en su memoria otro
dato: los brazos de la mujer estaban calientes “como una tostada” testificaría
luego. Conclusión obvia: no hacía mucho que la habían matado.
Por inercia, con ese automatismo adquirido por sus años en
el servicio, de pronto se puso alerta y se incorporó. Levantó la linterna
intentando romper esa niebla húmeda que ahora se mezclaba con el sudor que los
nervios condensaban en su frente. Oteó a su alrededor. Nada. Escuchó. Quería
saber si había alguien escondido en las sombras, o tal vez huyendo, alejándose
de la víctima. Pero lo que oyó fueron unos pasos que se acercaban. Pronto
distinguió una figura alta y oscura en la bocacalle. Y supo que se trataba de otro
policía. Neil hizo parpadear su linterna “ojo de buey”, elemento imprescindible
del uniforme, con las señales que los agentes tenían convenidas y atrayendo la
atención de su colega, el agente Thain, también de la brigada J, con número de
placa 96.
-¡Avisa al doctor Llewellyn! ¡Han asesinado a una mujer!.
Más
pasos. También se acercaban. Ahora eran unos curiosos, Charles Bretton, Henry
Tompkins y James Mumford, que había hablado con Thain cuando éste se dirigía a
ver al doctor Lewellyn. Luego alguien más: un vigilante nocturno del Working Lad’s
Institute, Patrick Mulshaw, que dijo haber visto entre las tres y las cuatro de
la madrugada a varios policías, pero nada sospechoso. Finalmente, tres personas
más. Cross y Paul habían localizado a un tercer agente: Jonas Mizen, número de
placa 56H, en la esquina donde confluían las calles de Baker’s Road y Old
Montague Street con Hanbury Street y le habían informado de su descubrimiento.
Cuando llegaron, Neil le dijo a Mizen que llamara a una ambulancia. El
reglamento obligaba al agente que descubría la escena del crimen a custodiar
ésta sin moverse hasta que llegaran los forenses y procedieran al levantamiento
del cadáver o bien sus superiores indicaran lo contrario, por eso fue Mizen
quien fue a buscar una ambulancia.
Ente tanto, en el 152 de la cercana Whitechapel Road, unos
fuertes golpes en la puerta logran despertar al Dr. Rees Ralph Llewellyn.
Contrariado y de mal carácter, Llewellyn protestó enérgicamente por la hora tan
intempestiva a la que le habían llamado. Fueron sus hermanos, a los que el
revuelo también había despertado y que vivían con él a falta de esposa –tal vez
por su mal carácter, el médico nunca contrajo matrimonio-, quienes contuvieron
los gritos del doctor, tratando de calmarle, mientras el agente Thain le recordaba
su deber y le comunicaba que habían encontrado otra mujer asesinada.
Whitechapel, era, ciertamente, un lugar sórdido. Había
continuas reyertas de borrachos, bandas de carteristas que actuaban al descuido
“cambiando de dueño” las carteras de los gentelmen
que se acercaban por el barrio buscando prostitutas e incluso peleas entre
estas mujeres, bien por efecto del alcohol, bien por alguna envidia imprecisa o
porque alguna le había arrebatado un cliente a la otra. Pero asesinatos no. No
era lo común. Sin embargo, últimamente, habían proliferado más de la cuenta.
Así que decidió tragarse su enfado y acudir a la escena del crimen, esperando
solventar rápidamente la cuestión y poder volver a casa a descansar.
El enfado del médico fue en aumento cuando llegó al
escenario del crimen, a eso de las 4:00 de la mañana, y se tropezó con lo que
ya era una multitud de curiosos en torno al cadáver y al agente Neil, que
seguía custodiando a la víctima. Era lógico. Los obreros más madrugadores comenzaban
a poblar las calles de Whitechapel, los trabajadores de los almacenes, los
mozos que se encargaban de que todo estuviera listo para iniciar la faena del
día, los conductores, los mozos del puerto, los de la estación, los panaderos…
La vida despertaba pronto en Whitechapel y cualquier cosa que rompiera la
rutina era bienvenida, aunque implicara algo de peligro. Fuera por los curiosos
o fuera porque no acababa de pasársele el malhumor del madrugón, el doctor
Llewellyn realizó un examen apresurado de la mujer. Confirmó que sus brazos y
sus mejillas seguían calientes y concluyó que no hacía mucho más de media hora que
la habían matado, porque también afirmó que las heridas no habían sido
autoinfligidas. Llewelin vio el corte de la garganta y pensó que la causa de la
muerte estaba clara. Pero también se fijó en que apenas había sangre bajo el
cuello, en el piso de la calle. Apenas lo justo, diría, para llenar un par de
vasos de media pinta. “A esta mujer la han matado en otro lugar”, fue su
conclusión.
La ambulancia había llegado. No nos imaginemos un coche
como los actuales, con una sirena y un espacio para acomodar al enfermo con
todo lo necesario para atenderle médicamente durante el camino al hospital. En
el Londres de finales del siglo XIX, ni siquiera consistían en un coche de
caballos. Se llamaba ambulancia a una camilla hecha con una pieza de cuero
negro, reforzada con correas de piel y tensada sobre dos listones que, a modo
de carretilla, sobresalían de ella para poder asirla y empujarla, y que estaba
montada sobre un eje con dos grandes ruedas de carromato. Algunos llevaban una
capucha de cuero, como la de los coches de bebé actuales, que servía de
protección al cadáver o al enfermo que se transportaba ante los ojos de los
curiosos o la lluvia pertinaz que más de la mitad del año sufría la capital
inglesa. En definitiva, un jergón con ruedas, que pesaba unos cien kilos y que
Mizers empujó desde la comisaría de policía, ayudado por algunos hombres
voluntarios, golpeando sus ruedas por el empedrado de las calles, que
complicaban el trayecto y retumbaban en las calles de un Whitechapel todavía
indecisas entre desperezarse o arrebujarse en las sábanas cinco minutos más.
Llewellyn, que no había inspeccionado las ropas de la mujer
ni las había levantado en busca de más evidencias, decidió que había concluido
su examen y, aprovechando la llegada de la ambulancia, ordenó levantar el
cadáver.
Entre
dos hombres cargaron a la mujer en una caja de madera y luego ésta en la
ambulancia. Ataron la caja a la camilla con las correas de cuero y la llevaron
hasta la casa mortuoria. Como estaba cerrada, la dejaron en el patio, dentro de
la camilla, a la intemperie. Mientras tanto, el agente Neil y otros policías
recorrieron las casas de alrededor preguntando si alguien había visto u oído
algo, pero sin éxito. Otros policías esperaban la llegada del inspector John
Spratling para que se hiciera cargo del caso y, mientras, limpiaban el
escenario con ayuda un niño que vivía en George Yard Buildings. El crío traía
cubos de agua y los agentes baldeaban la calle, arrastrando toda la inmundicia
hacia las alcantarillas. Uno de esos agentes, que observaba las tareas de
limpieza, declaró luego haber observado una mancha de sangre coagulada de unos
15 centímetros de diámetro que había estado debajo del cuerpo. Si el doctor
Llewelling hubiera examinado mejor el cadáver, hubiera descubierto que sus
conjeturas eran erróneas. Lo que se estaba limpiando era el único escenario del
crimen y lo que estaba corriendo entre la espuma del agua hacia la alcantarilla
eran las posibles pruebas decisivas para solucionar el caso y atrapar al
asesino.
El inspector Spratling se
encaminó a la casa mortuoria para ver el cadáver de la mujer y examinarlo junto
con el doctor Llewellyn. Tuvo que esperar, a las puertas del edificio, todavía
en la oscuridad, a que llegase el guarda
con las llaves. Y luego, aún otro rato más hasta que dos operarios entraron la
ambulancia con la caja de la mujer atada con correas de cuero y su cadáver aún
dentro de la misma. El inspector pidió ver el cuerpo y los camilleros le
dijeron que aún no lo habían lavado.
-No importa. Llevo ya mucho
tiempo esperando –debió responder Spratling.
Los que transportaban el
cuerpo de la mujer desataron las bridas, levantaron la caja, no sin esfuerzo y
la colocaron encima de un banco de madera que la casa mortuoria había comprado
a un carnicero en uno de los mataderos de la zona, tal vez, paradójicamente, en
el mismo matadero de Buck’s Row cercano al lugar donde se encontró el cuerpo de
aquella mujer. Spratling se ayudó de una débil luz procedente de una lámpara de
gas para poder ver mejor el cuerpo de la difunta. Por instinto policial, retiró
las dos enaguas de franela que tapaban a la mujer, abrió el impermeable y
desabotonó el vestido marrón. Entonces descubrió la carnicería. La mujer
presentaba un corte que recorría su abdomen y por el que asomaban ya algunos de
los órganos internos. A la vez, había varios cortes a los lados y también
laceraciones en las partes pudendas.
Eran algo más de las cinco de
la mañana. Los dos operarios comenzaron a lavar el cadáver, que estuvo listo
para cuando llegó, algún tiempo después, el doctor Llewellyn. Éste en su
informe, registraría las heridas que Spratling ya había observado y las
detallaría algo más.
En primer lugar, Llewellyn
examinó la herida de la garganta. Encontró dos cortes que discurrían casi en
paralelo, en trayectoria de izquierda a derecha. El primero menos profundo,
medía 10 centímetros de largo y comenzaba en la oreja izquierda, desplazándose
dos centímetros y medio por debajo de la mandíbula. El segundo corte, fue
mortal. Éste realizaba la misma trayectoria que el primero, pero dos
centímetros por debajo del mismo y había seccionado los vasos sanguíneos y el
tejido muscular, penetrando hasta el cuello y rozando algunas vértebras, de
forma que la cabeza debió caer hacia un lado al no poder sostenerse recta.
Llewellyn también apreció una laceración en la lengua a causa de una mordedura de la propia víctima, y un
hematoma en el lado derecho del maxilar inferior. Llewellyn “precisó”, por
decir algo, que alguien le había propinado un puñetazo o bien había presionado
fuerte con el pulgar en esa zona. Satisfecho con su examen, retiró los ropajes
y se centró en el abdomen. Efectivamente, había allí un profundo corte que
comenzaba en el bajo vientre y ascendía hasta el diafragma. En el costado
derecho, había tres o cuatro cortes similares, realizados en sentido
descendente. Además, había varios cortes, como ya había advertido Spratling, en
la zona vaginal.
Llewellyn tomó nota, también,
de unas etiquetas que llevaba la ropa de la víctima. No había nada de
particular en sus botas con botones a los lados, ni en sus medias negras ni en
su vestido o su impermeable, ni en sus dos apretados corsés. Pero las enaguas
mostraban una etiqueta que rezaba Lambert Workhouse. Después, se tomó una
fotografía, cuidando que no se le vieran las heridas. Incluso se le puso al cuello
una venda o sábana para cubrir los fatídicos cortes que habían segado su vida. Y,
gracias a ello, se pudo identificar a la desdichada mujer: se trataba de Mary
Ann Nichols, más conocida como “Polly”.
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