J. G. Haigh: El Asesino del banco de ácido

Por Antonio Garcia Sancho


¿Qué pedirías tú como última voluntad si estuvieras a punto de ser ejecutado por asesino en serie? Desde luego, seguramente no lo que solicitó John George Haig en la década de los 40 cuando estaba a punto de ser ahorcado por haber cometido hasta un total de seis asesinatos con la única finalidad de hacerse con el dinero de sus víctimas. Si matar fríamente y solo por beneficio económico ya delata a un individuo algo psicópata, otra patología, la narcisista, quedo manifiesta en John George Haig cuando solicitó, como última voluntad, que hicieran una copia de su efigie para que figurara en la “Cámara de los Horrores” del célebre Museo de Cera de Madame Tussaud de Londres.

Pero comencemos por el principio:

John George Haigh nació el 24 de julio de 1909 en Stamford, en el condado inglés de Lincolnshire, hijo único de una familia extremadamente conservadora y religiosa. Sus padres, Alfred y Emily, pertenecían a la secta protestante de los Hermanos de Plymouth y educaron al pequeño con sus rígidos preceptos. “Crecí en una atmósfera de fanatismo religioso donde la venganza de Dios se desencadenaba sobre mi cabeza por cualquier pequeño pecado”, contaría muchos años después, durante el juicio.

Tan oprimido por aquel ambiente de fanatismo religioso estaba el niño Haigh que afirmaba tener pesadillas de contenido religioso. Decía ver “la cabeza o el cuerpo entero de Cristo manando sangre de sus heridas y una voz me ordenaba beberla. Yo no podía moverme, me sentía mareado, pero estiraba los brazos con todas mis fuerzas hacia la copa”. Esto lo relataba en el juicio con una clara motivación de ser exculpado, por lo que luego veremos.

John George pudo alejarse, sin embargo, de la casa paterna y de su opresiva atmósfera cuando contaba 17 años, tras conseguir trabajo como aprendiz de ingeniero de motores. A los 25 años, estamos ya en 1934, se casó con su novia de la adolescencia, Betty Hammer, a la que había dejado embarazada. No les duró mucho la convivencia a los enamorados porque Haigh ya había descubierto, para entonces, que tenía una habilidad muy provechosa. Así que un día la policía se plantó en su casa y le detuvo por falsificar documentos de autos robados, lo que le mantuvo 15 meses en prisión.

Como no había recibido, en todo ese tiempo, ninguna visita de su mujer no debió sorprenderse mucho cuando, al salir de prisión, se encontró con que Betty lo había abandonado y había entregado en adopción a su hijo, aunque de esta noticia se enteró Haigh muchos años más tarde.

Se asoció entonces con un amigo en un negocio de tintorería y limpieza en seco, pero la mala suerte quiso que su socio falleciera y Haigh no pudiera sacarla a flote él solo. Así pues, decidió marcharse a Londres y explotar el don que le había dado Dios o el destino: la falsificación de documentos. Pero, aunque era buen falsificador, no lo era tanto eludiendo a la justicia, que volvió a detenerle en 1937, esta vez siendo condenado a cuatro años de prisión.



 

Salió, de nuevo, de la cárcel en 1940 y de nuevo se encontró solo, aunque esta vez tenía claro su destino: consiguió trabajo en una empresa en Crawley, pero utilizó su empleo para seguir estafando. Primero engañó a los duelos, presentándose como contable. Sin embargo, un día de 1944 entró en la tienda un tal William McSwan. Este conocía el pasado estafador de Haigh, aunque no dijo nada, pero Haigh también lo reconoció a él y salió a la calle para acercarse a él e invitarle a tomar una cerveza en un bar cercano, en Kenningston High Street. Allí trató de convencerle de que se había reformado y que su vida había tomado otro rumbo. Incluso, dijo, estaba por crear su propia empresa, para la cual ya había alquilado un local en Gloucester Street, que quedaba a pocos pasos de allí.

Después de dos o tres cervezas, quizás porque el alcohol había evaporado su desconfianza, la víctima aceptó visitar el taller. Y decimos víctima porque al poco de entrar en el local, Haigh le propinó un golpe con una barra de hierro que aplastó el cráneo de McSwan, matándolo al instante.

El problema, ahora, era deshacerse del cuerpo. Pero Haigh tenía una mente rápida para el mal. Inmediatamente supo qué debía hacer. Ocultó el cadáver, limpió la sangre del suelo y se dirigió a una industria química cercana donde encargó varios barriles de ácido sulfúrico, con la excusa de que los necesitaba para ese futuro negocio que iba a emprender. Una vez recibidos los bidones, Haigh vertió el ácido en un depósito de 180 litros y disolvió, en él, el cuerpo de McSwan, deshaciéndose de los restos por el desagüe del sótano.

Días después, el propio Haigh se presentaba en casa de los padres de su víctima para “informarles” de que su hijo había viajado a Escocia por negocios y se ofreció a acompañarlos al local que William, les dijo, acababa de comprar para montar una empresa. Su amable sonrisa y sus cuidados modales dieron confianza al matrimonio, que lo siguió hasta el escenario de su primer crimen. Una vez allí, cerró la puerta del almacén, sacó una pistola y disparó en la nuca a los padres de McSwan sin contemplación alguna. Después, volvió a utilizar el mismo método para deshacerse de los cuerpos.

El paso siguiente parecía casi inevitable: Haigh aprovechó su habilidad para falsificar los documentos de McSwan y hacerse pasar por él. De esta manera, consiguió tener el control de sus propiedades y su dinero, así como el de la herencia de los padres. Una suma muy suculenta que ascendía a varios miles de libras esterlinas que parecían prometerle un futuro desahogado para siempre.

Pero para alguien impulsivo y hedonista como era Haigh, nada podía ser sencillo. Así que decidió complicarse la vida. Empezó a jugar y, también, a perder, agotando esa pequeña fortuna en apenas dos años.

No obstante, el dinero le había permitido vivir, hasta entonces, a cuerpo de rey. Haigh habitaba una habitación en un lujoso hotel del barrio burgués de South Kesington, el Onslow Court, en el que solían darse cita funcionarios jubilados y viudas acaudaladas. Echando mano de su simpatía y cordialidad habituales, Haigh se mezclaba entre ellos con soltura y habilidad y acababa siendo conocido de todos y bien aceptado en los círculos de empresarios, funcionarios y gente ociosa.

De esta manera conoció al rico matrimonio Henderson, con quien estableció contacto con la excusa de estar interesado en comprar una de sus propiedades. Con la excusa de discutir detalles sobre la transacción, citó a Archibald Henderson, una mañana de febrero de 1948, en la nave de Gloucester Road. El destino del señor Henderson podemos imaginarlo todos. Esa misma tarde, fue a buscar al hotel a la esposa de Henderson con el pretexto de que su marido se había descompuesto en el local (una metáfora muy acertada) y que le pedía que fuera a ayudarlo. La buena señora, sin sospechar nada, lo acompañó y corrió la misma suerte que Archibald.

Haigh se hizo, como en los crímenes anteriores, con todas las pertenencias de sus víctimas pero, además, para cubrir el crimen y la desaparición de sus víctimas, pagó la factura del hotel donde se alojaban, empaquetó sus maletas y las devolvió a la vivienda de los Henderson. No solo eso, sino que también falsificó, durante semanas, algunas cartas que envió a algunos familiares de Archibald Henderson, como si fuera él, para que creyeran que estaban de viaje.

Pero si conocemos toda esta rocambolesca historia es, claro está, porque algo salió mal. En febrero de 1949, Olivia Durand-Deacon, viuda propietaria de una interesante fortuna y con espíritu emprendedor (incluso había inventado unas uñas postizas), acabó en el hotel de Onslow Court, donde se había citado con una amiga a la que iba a mostrarle, precisamente, su invento estético.



La casualidad quiso que, mientras esperaba a su amiga, la señora entablara conversación con Haigh, a quien le contó su invento. Este, viendo una nueva oportunidad de embaucar a otra víctima, se mostró interesado y le ofreció la posibilidad de hacerse socios, ofreciéndole su taller para fabricar las uñas postizas o incluso mejorar el proyecto, quedando citados cuatro días después del encuentro, en el local de Gloucester Street.

Al igual que los McSwan y los Henderson, la señora Durand-Deacon recibió un balazo en la nuca y, una vez muerta, se dio un cálido baño de ácido sulfúrico. Pero, Haigh no había contado con la amiga de la víctima, Constance, a quien la señora Durand-Deacon había contado su encuentro con aquel apuesto caballero que le ofreció ser su socio. Buscó a Haigh y le preguntó por Olivia, pero él contestó que no sabía nada de ella. Se habían visto, sí, el día convenido, pero luego ella se había marchado y no había vuelto a verla. Haigh, siempre caballeroso y afable, se ofreció a acompañar a la amiga de Olivia a la policía para denunciar su desaparición, y así lo hizo.

Sin embargo, la intuición de la mujer policía que les tomó declaración hizo sospechar que aquel hombre no era todo lo sincero que parecía. La agente pidió los antecedentes de Haigh a Scotland Yard y, dos días después, se recibía el historial delictivo de ese “caballero tan amable”.

La policía detuvo a Haigh y entró en el local de Gloucester Street, donde encontró restos del ácido sulfúrico en un barril, pero no había ni rastro de ningún cadáver. Los agentes, eso sí, incautaron todo tipo de objetos de valor, joyas, pasaportes, documentación falsa y un revólver del calibre 38 en las dependencias del hotel donde vivía Haigh. Además, había otras pruebas incriminatorias, como un diario con detalles codificados de sus víctimas, y dos recibos, el de la tintorería donde había llevado el abrigo de piel de Olive y el de la joyería donde había vendido sus alhajas. La descripción que en ambos establecimientos facilitaron a la policía del hombre que había realizado aquellos trámites, coincidía con la de Haigh.

Detenido e interrogado, el narcisismo de Haigh y la confianza en su endemoniada estrategia para desembarazarse de los cuerpos salieron de inmediato a flote. Convencido de que, sin cadáver, la policía no podía acusarle de nada aunque hubieran encontrado en su residencia las joyas, los recibos y otras pertenencias de sus víctimas, Haigh retó a la policía: “si les dijera la verdad no la creerían” y, de inmediato, confesó que había hecho desaparecer a la señora Durand-Deacon con un baño de ácido y que nunca encontrarían rastro alguno de ella, por lo que no podrían condenarle por asesinato. 

Sin embargo, aquí entra en juego el equipo forense de la policía. El médico forense encargado del caso, el doctor Cedric Keith Simpson, no quiso darse por rendido y se puso manos a la obra. No tenía cadáver, pero sabía la identidad de la víctima y, gracias a ello, pudo examinar su expediente médico. En él encontró algo: la señora Durand-Deacon padecía de cálculo biliar y, curiosamente, el cálculo biliar no se disuelve con el ácido sulfúrico. Así que el médico registró con su equipo forense el almacén de Gloucester Street y encontró en una esquina, a la que habían rodado o hacia la que los habían barrido, tal vez, unas pequeñas bolas de un material duro que de inmediato reconoció como cálculos biliares.

Dr. Keith Simpson

Haigh se vio entonces acorralado y cambió de estrategia, en un último intento de evadir una condena a muerte que parecía segura. Intentó hacerse pasar por perturbado. Aseguró que, después de matar a las víctimas y antes de disolver sus cuerpos, había bebido su sangre. Para darle más fundamento a la versión, contó -o inventó- aquellos sueños infantiles en los que bebía la sangre de Cristo. La prensa comenzó a llamarle “EL vampiro de Londres”. Sin embargo, no fue creído, porque el propio Haigh había preguntado antes, en prisión, a algunos policías, si los locos también eran condenados a muerte. El jurado conoció estas maquinaciones de Haigh por parte de los policías que declararon en el juicio, lo cual, probablemente, influyó en que el veredicto apenas tardó 17 minutos en declararle culpable y aplicarle la pena capital.

El cadáver de John George Haigh se pudre en el cementerio de Potter’s Field. Y se pudre a gran velocidad, porque, por paradojas del destino, su cuerpo también sería disuelto. Fue enterrado en un cajón de madera al que se le practicaron varias perforaciones a través de las cuales los enterradores llenaron su ataúd de agua, antes de echarle tierra, para acelerar su putrefacción. Por el contrario, su imagen en cera, para la que incluso donó dos trajes suyos, habita, impertérrita, como un trasunto del retrato de Dorian Grey, en la “La Cámara de los Horrores” del Museo Tussaud de Londres, en cumplimiento de su última voluntad.

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