El
hombre que lo descubrió dio aviso a las autoridades, que pronto llegaron a la conclusión de que la muerte no se había
producido de manera natural. Detectaron arañazos en los huesos, como si un
cuchillo se hubiera hendido en el cuerpo repetidamente. También encontraron
rastros de cuchilladas en la pelvis y descubrieron que le habían arrancado los
ojos.
Se
pensó que se podía tratar de una niña de 13 años desaparecida el 12 de junio,
Lyubov Biryuk, de Novocherkassk. Su tío se presentó para identificarla pero se
vio confundido por la decrepitud que mostraba el cadáver y aseguró que no era
ella, porque tenía el pelo más claro y menos largo que el cadáver. Sin embargo,
una exploración del terreno circundante descubrió una sandalia que confirmó que
se trataba de Lyubov. El ADN, varios años después, no lo desmentiría.
Lyubov
había sido apuñalada al menos en 22 acometidas y había sido mutilada de varias
formas. Por entonces, los investigadores no imaginaron que se trataba de la
tercera de las víctimas del Carnicero de Rostov.
Antes,
mucho antes, en Septiembre del año anterior, un hombre aparentemente educado y
anodino había convencido a una joven de 17 años llamada Larisa Tkachenko, para
que fuera al bosque con él y mantuvieran relaciones sexuales. Sin embargo, el
hombre resultó ser impotente y no estuvo al nivel de las expectativas que había
creado en Larisa. La chica se rio y se burló de él. Y entonces él la acuchilló
repetidamente, preso de ira, mutilándole los pechos y comiéndose sus pezones.
Nadie le relacionó con esta muerte.
Pero
tampoco Larisa fue la primera. Antes, aún mucho antes, el 22 de diciembre de
1978, encontró a una niña de nueve años, en un camino, mientras la pequeña se
dirigía a su casa. Con engaños, logró convencerla de que le acompañase a una
cabaña que tenía en mitad del bosque y allí le arrancó la ropa violentamente e
intentó abusar de ella sexualmente. Quiso la mala fortuna que, en el forcejeo,
arañara a la chiquilla, brotando sangre de la herida. Él comprobó cómo, de
pronto, esta circunstancia le provocaba una potente erección. Así que, sin
poder controlarlo, con el cuchillo que llevaba, comenzó a apuñalar el vientre
de la niña. Una vez. Otra. Otra más. A cada golpe de cuchillo brotaba la sangre
y en cada herida la excitación sexual era mayor. No paró hasta que no logró
eyacular. Ella fue la primera, pero fue casual y tampoco nadie le asoció con
ella.
Más
aún, otro hombre había cargado con la culpa. Cuando el 23 de diciembre apareció
el cuerpo de Lena Zakotnova flotando en el río, Svetlana Gurenkova denunció en
la policía que ella había visto a esa niña, vestida con un llamativo abrigo
rojo, al lado de un hombre adulto, mientras se helaba de frío esperando el
autobús que le devolvería a casa. La niña y el hombre estaban algo más abajo en
la carretera. La pequeña no parecía conocer al hombre pero, al poco tiempo, él
comenzó a andar y ella le siguió. Y parecía contenta.
Guerenkova
resultó ser una buena testigo. Describió al hombre como un varón de unos
cuarenta años, alto, con gafas, de cara alargada, pelo gris y vestido con un
abrigo oscuro. Pero no le hicieron mucho caso. Las autoridades detuvieron a
Alexander Kravchenko, de veinticinco años y una vista estupenda que no
necesitaba de anteojos, pero con una condena de seis años cumplida por
secuestrar y matar a una chica de 17 años en 1970. Confesó. Los interrogatorios
de la policía podían ser muy convincentes.
Sin
embargo, estuvo cerca. El retrato hecho por la policía basándose en la
descripción de Guerenkova hizo que a un hombre de la localidad se le antojase
que el hombre del retrato era un tal Andrei Chikatilo, uno de los profesores de
la escuela local que este testigo dirigía. ¡Menos mal que su esposa le
proporcionó una coartada! Andrei había estado en casa toda esa tarde.
O quizás
todo comenzó aún mucho antes, cuando entró en la escuela de Novoshanthinsk como
profesor de lengua y literatura rusa y comenzó a abusar de algunos alumnos de
ambos sexos.
De la
escuela le expulsarían en 1981. Quizás por eso, porque le expulsaron, comenzó a
buscar a sus víctimas mucho más a menudo fuera de la escuela.
Lyubov,
sin embargo, era diferente a las víctimas anteriores. Con ella comenzó a ser
consciente de que era un asesino. No se trataba ni se trataría nunca más de
accidentes, situaciones que se le iban de las manos, ira incontenida… No. Ahora
ya sería siempre un acto voluntario, que Chikatilo repetiría una y otra vez,
hasta completar un número que sobrepasaba el medio centenar. Más aún. Con su
tercera víctima encontró un patrón que repetiría a menudo: contactar con sus
víctimas en la estación de tren o las paradas de autobús cercanas a una zona
boscosa, secuestrarlas y usar el cuchillo. Y también arrancarles los ojos.
Practicaría otras mutilaciones, pero los ojos siempre, o casi siempre. Andrei
creía que la retina de los muertos retenía la última imagen vista en ellos. En
este caso, la de su asesino.
Y, así,
hubo más. Al mes siguiente, en Julio, otras dos víctimas. Dos más en agosto,
entre ellas el primer niño varón, también de sólo 9 años. En septiembre tres
más. Una más en diciembre y ocho al año siguiente, que serían quince en 1984.
La cuenta no paró hasta noviembre de 1990.
Entretanto,
el desconcierto inicial de la policía, que no admitía la existencia de asesinos
en serie en las repúblicas soviéticas por considerarlo un mal capitalista, se
fue diluyendo y dio paso a la certeza. Al menos seis de las víctimas
pertenecían al mismo asesino según los informes oficiales. Ya no había lugar a
dudas. Se encargó de la investigación al
Major Mikhail Fetisov, de la policía de Moscú, que encargó encabezar el equipo
sobre el terreno a un especialista en análisis forense, Víctor Burakov.
Al
principio, sin embargo, los esfuerzos de las autoridades se encaminaron en
direcciones equivocadas. Las mutilaciones y el salvajismo reflejados en las
escenas de los crímenes apuntaban, pensaban, a ciudadanos enfermos, reconocidos
pedófilos, homosexuales y otros “criminales” afamados. Muchos de los
interrogados confesaron ser autores de algunos crímenes, probablemente fruto de
los duros interrogatorios y los métodos poco ortodoxos de los agentes. Pero las
muertes seguían produciéndose. Sólo en Agosto de 1984, Chikatilo se cobró cinco
víctimas más y 15 en todo ese año.
En
septiembre, tras su última víctima del año, Chikatilo fue visto por un policía,
el mayor Zanasovski, viajando con una posible víctima. Cerca de allí se
encontraron un cuchillo y cuerdas como las usadas por El Carnicero en algunos
de sus “trabajos”, para reducir a sus víctimas. Además, se le había visto
rondar la estación de tren.
Chikatilo
fue detenido, pero un hecho inesperado vendría en su ayuda. Los análisis
devolvieron el resultado de que el detenido se trataba de un sujeto con sangre
del tipo A. Sin embargo, el tipo de sangre que el asesino dejó con su semen en
las escenas del crimen era del tipo AB. No coincidía con la encontrada en la
escena de los crímenes. No obstante, fue reconocido como el ladrón que entró en
la propiedad de uno de sus antiguos jefes y fue condenado a un año de prisión,
sentencia de la cual cumplió tres meses.
Chikatilo
encontró trabajo al salir de la cárcel. Viajó. No sabemos si mató o no allá
donde fue, pero si lo hizo no se han vinculado esos crímenes con los del
Carnicero. Y se volvió más cauto. Seguía la investigación, leía los periódicos.
La
investigación, además, se complicaba aún más porque las autoridades soviéticas
de la extinta Unión de Repúblicas no admitían en absoluto que lo que tenían
ante sí era un asesino en serie. Sin embargo, Burakov estaba convencido. Por
eso, decidió vulnerar los protocolos oficiales y compartir parte de la
información del caso con especialistas de Moscú. No tuvo mucha suerte hasta que
dio con Alexander Olimpievich Bukhanovsky, un psiquiatra que, los pocos días de su entrevista, entregó a
Burakov un informe de 7 cuartillas con un perfil. El perfil de un asesino en
serie. Burakov estaba en lo cierto y ahora tenía algo a lo que agarrarse.
Sin
embargo, los crímenes no cesaron. De un centenar de policías que se encontraban
vigilando las estaciones en 1984 se pasó a 600 agentes en 1990. Con un
laboratorio de científica en mantillas la policía no podía hacer otra cosa más
que pillar in-fraganti al asesino o esperar que cometiera un error, que dejara
una pista clara sobre su identidad junto a los cadáveres o que un testigo le
sorprendiese. Hasta que, por fin, la búsqueda dio sus frutos.
El 6 de noviembre de 1990, el sargento de la policía Ígor
Rybakov, vio surgir del bosque un hombre con traje y corbata que se lavaba las
manos en una fuente. Fijándose un poco más, observó que tenía un dedo vendado y
una mejilla manchada con sangre. Aunque Rybakov no tenía motivos para arrestar
a Chikatilo, sí le pidió la documentación y redactó un informe de aquél
encuentro. Chikatilo acababa de matar a Svetlana Korostik, de 22 años, que se
convertiría en la última víctima del Carnicero. La herida en el dedo no se la
había provocado ella, había sido su víctima anterior, Viktor Tishchenko, de 16
años, que se defendió tan denodadamente que hasta consiguió morder en un dedo a
su asesino. Al día siguiente de su encuentro con Chikatilo, la policía encontró
el cadáver de Svletana en esa misma zona.
Chikatilo
fue apresado por la KGB el 20 de noviembre de 1990. La tenacidad que le había
llevado a convertirse en un enemigo férreo para la policía siguió acompañándole
en la cárcel. No se delató pese a que camuflaron en su celda a un soplón de la
policía. No cedió a los interrogatorios pese a que fueron dirigidos por el
mejor agente en esa especialidad, el Procurador Kostoyev, que contaba con
cientos de éxitos en su haber por apenas unos cuantos desdeñables fracasos.
Transcurrido
el juicio, la sentencia se hizo esperar dos meses, pero todo el mundo estaba
convencido de que iba a ser condenatria. Asi fue. El juez declaró culpable a
Andrei Romanovich Chikatilo por 52 cargos de asesinato y 5 más por violación y
le condenó a la pena máxima. Chikatilo perdió los papeles, gritó, escupió,
insultó al sistema soviético. Chikatilo apeló, pero su recurso fue denegado. El
15 de Febrero de 1994 se le ejecutó de un balazo a quemarropa, detrás de la
oreja derecha, en la sala de ejecuciones.
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