Que Fritz Lang fue uno de los forjadores de aquellos pilares del séptimo arte, está claro; que “M” siempre será la madre (abuela, bisabuela o tatarabuela) de todas las películas sobre asesinos en serie, está claro. ¿En cuántas ocasiones nos hemos encontrado escenas donde el malo silbaba una tonadilla recurrente o cantaba o tocaba algún instrumento, y de esa forma su presencia tétrica llegaba antes que su persona? Eso comenzó aquí, con el personaje interpretado por Peter Lorre e inspirado en ese animal que fue Peter Kürten. ¿Pero Kürten silbaba; le atraparon, precisamente, porque iba por ahí silbando “Peer Gynt”? Dejemos las cosas claras: “M” se parece tanto a los hechos reales como puede parecerse un huevo a una castaña.
De modo que los interesados en descubrir la
historia de “El vampiro de Düsseldorf” no la encontraran en “M”, por mucho que
se haya dicho que es la película basada en el asesino verdadero, por mucho que
el título en España sea “M, el vampiro de Düsseldorf”. De hecho, la película
transcurre en Berlín. Ni rastro de Düsseldorf. Y el título auténtico es, sin
más, “M”. Los guionistas – el propio Lang y su esposa- agarraron la historia
real y se quedaron con apenas unos cuantos elementos: un asesino de niñas anda
suelto, la sociedad alemana entra en estado de pánico, y, según cuentan, los
bajos fondos intentan atrapar al asesino. Esto último fue el detonante para que
Lang quisiera hacer la película. Lo comprendo perfectamente; a mí también me
hubiera llamado la atención. Ahí está la esencia de la película. Ni siquiera se
trata de un film acerca de un asesino, sino de cómo una sociedad vive la
tragedia e intenta evitarla. Seguimos dos investigaciones, la de la Policía y
la que llevan a cabo los del crimen organizado. La mecha es simple: los malos
quieren ayudar a los buenos. Los enemigos se unen. Una premisa muy vista, que
siempre, de entrada, interesa al público.
Por tanto, el protagonista absoluto es la
sociedad. No el asesino. Si sumamos los minutos que Lorre sale en pantalla no
pasa de actor secundario. Nadie pasa de actor secundario. Nadie es el
protagonista. Son todos. Y las películas corales son un problema para los
guionistas, como un pez que te da coletazos en las narices porque no le da la
santa gana morir en tus manos. Los guionistas de “M” tuvieron bien agarrado al
pez durante el primer acto, pero después la cosa se complicó.
(Si no has visto la película, sáltate este
párrafo y el siguiente) A la hora de escribir un guión, el primer acto es el
más fácil de los tres, aunque no significa que sea fácil. Nunca lo es. “M”
tiene un primer acto muy bueno. Sin duda lo mejor de la película. Escribir buenos
guiones consiste en saber dar la información, hacerlo de manera inteligente,
original, precisa, emotiva y lo más simple posible. Pongamos el ejemplo de los
primeros minutos de “M”. La información a dar es que hay un asesino de niños,
la gente está aterrada, pero al mismo tiempo el asesino sigue encontrando
víctimas, niñas solitarias que van del colegio a casa y no les asusta que un
desconocido les compre caramelos y les acompañe. Bien, escribámoslo, y hagamos
que el espectador se sumerja en ese mundo. “M” comienza con una canción. Muy
acertado, pues la música es importantísima; no sólo arrancamos con ella, sino
que la música, los silbidos de “Peer Gynt”, serán cruciales más
adelante. Como decía, empezamos con una canción, una que habla sobre el asesino
y cómo va atrapando niños. Como si fuese el Hombre del Saco. ¿Quién la canta?
Un grupo de niños. Están jugando en la calle y una mujer les ordena que dejen
de cantarla. Para los niños es sólo una canción, un juego. La mujer habla con
una vecina y entonces surge la mejor frase: “déjalos que canten; mientras les
estemos escuchando sabremos que están bien”. Perfecto. Después llegará la
presentación espléndida del asesino, su silbido, su nuevo asesinato, la
reacción en las calles, los periódicos, le psicosis colectiva porque cualquiera
que acompañe a una niña puede ser el asesino, la investigación minuciosa, los
jefazos apretando las tuercas al comisario y el comisario apretando las tuercas
a los polis. En definitiva, el primer acto te pinta el panorama, lo hace de
maravilla; y como hay muchas pequeñas cosas que pintar ahí, no hay tiempo para
entretenerse, el ritmo de imágenes se sucede sin descanso, incluso apoyado en
voces en off que dan más datos al espectador. Lo mejor de “M” está ahí. No hay
errores, la falta de un protagonista claro no importa, estamos demasiado
entretenidos para que nos importe. Pero ese ritmo, ese dar datos y datos sobre
la investigación no puede extenderse hasta el segundo acto. El pez empieza a
templarnos las narices.
En el segundo acto llegan los niños bonitos, los favoritos de Lang entre ese tumulto de personajes. Llegan los respetables señores del crimen organizado. Obviamente, según la lógica policial, el asesino de niñas debe encontrarse entre ellos. Redadas, redadas y venga a dar por saco a los respetables señores. Era de esperar: los respetables señores se cansan y deciden atrapar al asesino para que así dejen de apretarles las tuercas. Espléndido. ¿Y por qué digo yo que ellos son los niños bonitos de Lang? Porque les da tiempo. El tiempo es el bien más sagrado en una película. Si a un personaje le das tiempo es porque te gusta mucho o porque es absolutamente necesario. En “M” no es necesario darles tanto y por eso son los niños bonitos. El otro niño bonito es el comisario Lohmann. Es más, ese personaje, encarnado por el mismo actor, aparece en otras películas de Lang. Al asesino se le da el tiempo que precisa. No más. Eso está bien. En los grandes guiones no se regala el tiempo; cada uno debe tener lo que precisa y no más. En muchas ocasiones es Lang, en su labor de director, quien ralentiza esas escenas. Pero todo esto que digo serán para muchos estupideces a debatir, y a mí no me gustan los debates, porque nunca se aclara nada y, al final sólo se ha perdido el tiempo; y yo soy guionista, tengo grabado en el ADN que no puedo perder tiempo o, de lo contrario, vendrá un productor a apretarme las tuercas. Por eso vamos a lo irrefutable. A nuestro asesino lo atrapan porque un ciego que vende globos le oye silbar. Reconoce la melodía: el día que murió la última niña, llamada Elsie, un hombre que silbaba esa canción le compró un globo. El comprador iba con una niña. Se lo regaló. Bien. Mi pregunta es: ¿cómo sabía el ciego que la niña del globo era la Elsie que apareció en los periódicos? Él es ciego; no podía identificar la foto. Tampoco es que conociera a la niña. Tampoco encontró la Policía ningún globo junto al cadáver para así asociarlo con que el asesino debió regalarle uno. En cambio, el ciego está seguro de que aquel hombre debía ser el asesino, y que la niña que le acompañaba era la pequeña Elsie. Recordemos que esto sucede en Berlín, ciudad minúscula donde a duras penas puede haber gente acompañando y comprando globos a niños. Querido lector, ¿te parece bien escrita esta escena?, escena crucial. Los puntos de giro en el guión son más bien pocos, ese también es el problema para que el segundo acto se sienta algo estancado. La tijera es un arma tan importante como la máquina de escribir. Y para colmo ahora hay una copia del film veinte minutos más larga, donde los añadidos no dan información extra. Pero sí ralentizan el resto; cuando, precisamente, lo que se necesitaba era apretar el acelerador, tal y como sucedió en el primer acto. En el tercer acto nos encontramos algún error más, los hay pequeños, durante la búsqueda del asesino en el edificio de oficinas (y no tengo espacio ahora para entrar a detallarlos) y lo hay más gordo en el final. Recordemos que los respetables señores del crimen organizado quieren capturar al culpable para que así la Policía se deje de redadas y de incordiarles. Sin embargo, al hallar por fin a su presa no lo entregan a la Policía. Se lo llevan y crean esa escena que es mitad magnífica y mitad incongruente. El juicio. En un sótano repleto de ladrones, asesinos, se juzga a Peter Lorre. Los malos de la sociedad se convierten en la ley, y la imitan, creando un jurado y poniendo, incluso, un abogado defensor. Quitando el hecho de que me parece una elección más a favor del espectáculo que de la lógica, la lógica se topa aquí con un problema mayor: si ese jurado mata al asesino, tal y como se pretende, ¿no choca eso con la idea inicial, el germen por el cual la gente del crimen organizado se puso en marcha? ¿Qué iban a hacer después, mandar una nota? “Señores de la Policía, no se preocupen, nos hemos cargado al asesino de niñas. Tenemos pruebas. El tipejo confesó sus crímenes. Esperamos que el hecho de que ustedes no hayan escuchado dicha confesión no les parezca importante. Como bien saben ustedes, pueden fiarse de nosotros porque somos delincuentes pero honrados. El culpable era él. Así que ya pueden dejar de hacer redadas y de apretarnos las tuercas. Fdo: los respetables señores del crimen organizado.”
Del apartado interpretativo quiero decir algo. Era el año 31, la primera película sonora de Lang; por aquella época muchos actores seguían actuando como si estuvieran en pelis mudas. Mucha sobreactuación. Es comprensible; todos debían adaptarse, actores, directores, guionistas, público. Lo que no es comprensible es que se vaya diciendo por todas partes que Peter Lorre está maravilloso. Lo que está es sobreactuado. Lorre fue un acierto total de casting. Su cara, su mirada. En un futuro haría espléndidas interpretaciones, pero aquí está pasado de vueltas y no pasa nada por decirlo claramente. Y no pasa nada por decir que “M” tiene fallos y que, por lo tanto, no puede considerarse una obra maestra, porque las obras maestras no fallan. “M” tiene muchos aciertos, escenas que crearon escuela, tiene el derecho de ser considerada como la madre (abuela, bisabuela o tatarabuela) de todas las pelis sobre asesinos en serie. Pero no pasa nada por decir que no es tan buena como se supone que es; el cielo no se caerá, ni Fritz Lang será menos grande.
FICHA
Director: Fritz Lang
Guión: Thea von Harbou, Fritz Lang
Director de fotografía: Fritz Arno Wagner
Música:
Edvard Grieg
Reparto:
Peter Lorre, Otto Wernicke, Theo Lingen, Theodor Loos, Georg John, Ellen Widman
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