Por Antonio García Sancho
Como humanos que somos, tenemos una capacidad innata e
inacabable para la sorpresa. Por eso, tal vez, no dejamos de sorprendernos con
cada nuevo caso de corrupción política (confirmada o presunta) que nos van
contando, día sí día también, los informativos de los medios audiovisuales y
las rotativas de los diarios[1].
Es frecuente que nos preguntemos, sobre todo, por qué personas que no lo
necesitan, gente con sueldos dos y hasta tres veces mayores que el nuestro, en
el peor de los casos, recurran al saqueo del dinero público, a las comisiones
ilícitas o a la evasión fiscal. Es posible, igualmente, que nos conformemos con
explicarlo a la manera de la sabiduría popular, con la consabida máxima que
reza “el poder corrompe”, o bien que pensemos que su nivel de vida, al ser
también superior al nuestro, aboca a una carrera desmedida hacia la avaricia.
En principio, podríamos considerar que los casos de
corrupción conocidos hasta ahora son, como se ha dicho desde uno de los
sectores políticos más afectados, “casos aislados” y añadir que hay más
políticos no corruptos que corruptos. Esto, sin embargo, sería conformarnos con
poco, porque es tanto como decir que hay más personas honradas que delincuentes
y deslegitimar todo estudio criminológico sobre el asunto, lo cual nos
parecería, sin duda, un disparate mayúsculo. No podemos descartar, desde luego,
los factores psicológicos que pueden afectar particularmente a cada cual pero,
si queremos entender estos delitos desde una perspectiva criminológica, algo
más profunda, debemos atender también a otras posibles explicaciones que
revelen de qué manera se conforman las circunstancias que favorecen la
corrupción política. En este artículo pretende lanzar algunas claves adoptando
una visión desde el punto de vista de la Victimología y las diferentes teorías
criminológicas.
Para empezar, cabe decir que los delitos de corrupción
entran en el grupo de los “delitos sin víctima”[2].
Estos delitos son llamados así porque no hay ninguna víctima identificable o,
al menos, ninguna víctima individualizable. Podría decirse, evidentemente, que las
víctimas de un delito de corrupción somos todos los ciudadanos que pagamos
religiosamente nuestros impuestos o, cuanto menos, la comunidad que se ha
visto, de alguna manera, perjudicada o no beneficiada debido al hecho
delictivo. En este tipo de delitos no hay percepción (aunque veremos que esto
está cambiando), de que exista alguien realmente perjudicado por la acción delictiva.
Por ejemplo, en el caso de una “mordida” en un asunto
urbanístico, parece que, lejos de haber perjudicados, todos ganan. Pongamos que
un ayuntamiento decide construir un auditorio municipal y, para ello, manipula
la adjudicación de la obra, de cualquiera de las varias maneras que se conocen
para ello, para que resulte adjudicataria la empresa de un amigo o familiar del
concejal X o del alcalde. A cambio, la empresa regala (o ha regalado en el
pasado para ganarse este beneficio), a todo el equipo de gobierno, relojes
valiosos, viajes o trajes de marcas prestigiosas. O, sencillamente, un pequeño
ingreso “extra” de dinero. Terminado el proceso, parece que todos han ganado:
los concejales tienen sus regalos, la empresa tiene un encargo por el que, además,
ha podido mantener o dar trabajo a un buen número de operarios y el pueblo
tiene su Auditorio. ¿Quién ha perdido?
Portada del ABC 26/04/2016 |
Y de estas consideraciones parte todo el problema. Si
no hay ningún bien que proteger ni hay víctima que salga perjudicada, ¿dónde
está el delito? De hecho, en el Código Penal Español del 95 no existía el
delito de corrupción política como tal hasta el año pasado. Las acusaciones
judiciales se basaban en los delitos, sí tipificados, de cohecho,
prevaricación, falsificación en documento público, revelación de secretos y
otros similares. El delito de corrupción entre particulares (art. 286 bis del
Código Penal) se introdujo con la reforma del Junio de 2010 y está pensado para
el ámbito empresarial o societario, pero también (en su epígrafe 4) para los
temas deportivos como amaños de partidos o similares.
La última modificación del código penal, forzada, tal
vez, por el incremento de estos comportamientos que los medios de comunicación
han dado a conocer, data del año pasado (Ley Orgánica de 30 de Marzo de 2015) e
incorpora el delito de corrupción en los negocios en los artículos 286 bis y
siguientes. Con ello, aceptar “ventaja o beneficios no justificados, de
cualquier naturaleza, para sí o para un tercero, como contraprestación para
favorecer indebidamente a otro en la adquisición o venta de mercancías, o en la
contratación de servicios, o en las relaciones comerciales”. También quien
ofrezca a directivos, empleados, etc. ese beneficio (286 bis.2).
La corrupción política se aborda en el artículo 286 ter
y dice así:
Artículo
286 ter
1. Los que mediante el ofrecimiento, promesa o
concesión de cualquier beneficio o ventaja indebidos, pecuniarios o de otra
clase, corrompieren o intentaren corromper, por sí o por persona interpuesta, a
una autoridad o funcionario público en beneficio de estos o de un tercero, o
atendieran sus solicitudes al respecto, con el fin de que actúen o se abstengan
de actuar en relación con el ejercicio de funciones públicas para conseguir o
conservar un contrato, negocio o cualquier otra ventaja competitiva en la
realización de actividades económicas internacionales, serán castigados, salvo
que ya lo estuvieran con una pena más grave en otro precepto de este Código,
con las penas de prisión de prisión de tres a seis años, multa de doce a
veinticuatro meses, salvo que el beneficio obtenido fuese superior a la
cantidad resultante, en cuyo caso la multa será del tanto al triplo del montante
de dicho beneficio.
Además de las penas señaladas, se impondrá en todo caso
al responsable la pena de prohibición de contratar con el sector público, así
como la pérdida de la posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y
del derecho a gozar de beneficios o incentivos fiscales y de la Seguridad
Social, y la prohibición de intervenir en transacciones comerciales de
trascendencia pública por un periodo de siete a doce años.
2. A los efectos de este artículo se entenderá por
funcionario público los determinados por los artículos 24 y 427[3].
Y, aun así, la pregunta sigue siendo la misma: ¿qué
bien jurídico protege esta ley? Al corrupto puede parecerle que ninguno. No se
ve nadie en concreto perjudicado porque él gane algún favor y, con ello, de paso,
se beneficie a la comunidad con alguna nueva infraestructura.
Por tanto, la primera dificultad que habría que vencer
para erradicar los comportamientos corruptos sería, precisamente, cambiar la
mentalidad del corrupto en cuanto al perjuicio que realiza. Para él no existe
perjuicio y, por eso, no entiende que se le pueda acusar de ser un delincuente.
Esta primera consideración nos lleva a comprender por
qué los corruptos defienden después, una vez descubiertos, su integridad moral.
Son “conscientes” de realizar unas prácticas que ahora se le recriminan como
delictivas, pero no se “creen” delincuentes. O, mejor, no se tienen a sí mismos
por tales incluso aunque hayan sabido siempre que sus prácticas estaban penadas
y eran corruptas.
Los corruptos, por ejemplo, no perciben que sea
delictivo recibir una compensación a cambio de tomarse las molestias de
favorecer a un empresario u otro miembro de alguna institución, de una
asociación o un proveedor. Este intercambio de favores es una práctica habitual
entre particulares en la sociedad e incluso la sabiduría popular lo sanciona
favorablemente con la máxima “hoy por ti, mañana por mí”. Antropológicamente,
tenemos antecedentes que nos remiten a intercambios similares. Así, no puede
olvidarse la descripción que Bronisław Malinowski[4]
realizó del intercambio de regalos entre los nativos de las Islas Trobriand, conocido
como el intercambio “kula”. También Marcel Mauss describió una práctica similar
en Samoa en su Ensayo sobre el Don[5].
En ambos casos, los antropólogos observaron prácticas de intercambio de regalos
en los que no había una ley escrita o una norma “legal” que obligase a la
devolución, pero sí una práctica social que censuraba la no devolución de ese
favor. Encontramos, en estas prácticas, una perspectiva similar a cómo ve el
corrupto su actividad: realiza favores sin esperar nada a cambio, al menos de
forma inmediata, pero creyéndose merecedor de su devolución por parte del otro
si la ocasión lo requiere.
Este mismo tipo de disculpa de su acción lo encontramos
en otros grupos delincuenciales, como la Mafia o las pandillas juveniles. En
todos estos grupos se asienta un importante sentimiento de pertenencia. El
“nosotros” se valora de forma altamente positiva y connota sólo bondades,
frente a “los otros”, que sirven de receptáculo para todos los contravalores y
cualidades negativas. Así, estos grupos crean sus propios rituales que les
dotan de un fuerte grado de identidad y pertenencia y elaboran sus propios
códigos y normas de comportamiento que legitiman con la aprobación tácita o
explícita del resto de los miembros. El uso de la violencia, la defensa del
territorio o las reglas de “la familia” y el respeto al líder son comunes a
bandas juveniles y a mafias organizadas. La corruptela política no está
jerarquizada de la misma manera ni sus reglas están tan definidas, pero, no
obstante, sí se establecen unos códigos relacionados con el estatus y los
“hábitos” de su “clase política” que, de manera similar a los de aquellos,
crean lazos de pertenencia. Por ello, el político que no se comporte como los
que ve a su alrededor y que tienen su mismo estatus social, acuden a las mismas
reuniones sociales y tienen intereses financieros comunes, puede sentirse
marginado, aislado, “fuera de lugar”. La “presión del grupo” y la forma de
actuar de éste pueden obligarlo a corromperse finalmente. Esta visión, aplicada
al delito de cuello blanco, no es muy distinta de la que postula la Teoría del
Aprendizaje Social. El “clima” en el que un sujeto se desenvuelve puede
favorecer que acabe delinquiendo porque los modelos cercanos que encuentra en
su formación, su niñez, su crecimiento, etc. son modelos delincuenciales. En
este caso, el “clima” social del político le lleva a comportarse como sus
iguales.
La teoría de la Asociación Diferencial de Sutherland,
enmarcada dentro de las Teorías del Aprendizaje, explica que el comportamiento
criminal se aprende (no se hereda ni se inventa o improvisa). Ese aprendizaje
debe realizarse con personas con las que se establece un proceso de
comunicación que se establece en el interior de un grupo reducido de relaciones
personales. Viene a decir hasta aquí, la teoría, que los corruptos aprenden a
serlo porque se relacionan con otros corruptos que pueden enseñarles cómo
blanquear dinero, evadir impuestos, etc. La teoría sigue diciendo que los
móviles para el delito están en función con la interpretación como favorables o
desfavorables de las disposiciones legales[6].
Cuando éstas se perciben como negativas, el delincuente se motiva, lo cual
explicaría que el delincuente de alto nivel social se incline por este tipo de
delitos y no por otros.
Esta visión, no obstante, nos pone ante una aterradora
sospecha: sólo podría ser cierta si las conductas corruptas estuvieran
generalizadas (de manera que sea fácil al “aprendiz” trabar contacto con sus
“enseñantes”). Pero tendremos que aceptar que, al menos en ciertos niveles o
instituciones, el comportamiento corrupto está tan extendido que no es difícil
encontrar justificaciones (lo oímos entre los acusados en el caso de las
tarjetas Black, por ejemplo) similares a “lo hacía todo el mundo, por lo que no
sabía que estaba mal”.
Por tanto, tenemos que, en la percepción del corrupto,
su acción ni perjudica a nadie ni hay bien jurídico dañado y, para abundar más
en su inocencia, resulta que su práctica es sólo un intercambio de favores,
perfectamente aceptable en otras instancias ajenas a la política o incluso en
la aplicación del “código de conducta” no escrito de su “clase social”.
El corrupto no sólo “no daña” a nadie, sino que
beneficia, por lo que le es harto difícil entender por qué no puede ser
compensado por ello. Es posible, incluso, que el corrupto se sienta víctima, él
mismo. Tantos desvelos, tantas horas invertidas en gestionar los recursos,
negadas a la vida familiar, a sus hijos y ¿para qué? Para que nadie le
agradezca nada, para que, incluso, le critiquen por recibir un regalo.
¿Pero están los políticos o empresarios motivados al
delito? Bueno. Puede decirse que todos estamos motivados para vivir mejor,
incrementar nuestro nivel de ingresos y nuestra calidad de vida. Si no
percibimos (o nos enceguecemos a nosotros mismos) que la forma en que logramos
esas mejoras es mediante un delito, probablemente todos lo haríamos.
Pero no sólo influye su percepción de ser víctima y no
delincuente y la “inocencia” de sus actos al no actuar “contra” nadie, al no
existir víctima alguna de sus actividades. El corrupto no sólo justifica su
conducta sino que, incluso, puede verla reforzada, al menos en su percepción,
por la reelección en el cargo. Verse reelegido (como alcalde, concejal,
presidente de una compañía o de una asociación…) es, para él, comprendido como
un salvoconducto. En este caso, se trata de un refuerzo que puede ser explicado
desde las Teorías del Control Social. En este caso, el mecanismo de control
social que puede ejercerse con respecto al corrupto, fuera de la vía judicial,
es el de ser derrocado en las urnas. Sería el equivalente a la reconvención
social, a la censura de su comportamiento. Si este castigo social no se
produce, se entiende que la sociedad está aprobando su conducta, su gestión y
su “modus operandi” al llevar a cabo esa gestión. Lo que ocurre, evidentemente,
es en la reelección pesan muchos factores entre los que no siempre se considera
la corrupción del sujeto[7].
Así, se puede votar a una persona por estar de acuerdo no con ella, sino con la
ideología que defiende su partido, o con su superior (el caso de un concejal
reelegido porque su cabeza de lista para alcalde es apreciado por el pueblo) o
porque se ve como peor solución a su rival, etc. Más aún. Mientras las
actividades ilícitas o poco éticas de este sujeto permanezcan desconocidas por
la población, ese comportamiento no va a jugar nunca en su contra.
Finalmente, cabe decir que también se puede disculpar la corrupción,
precisamente, por no sentirse “víctima” de ese delito. El “robo a la comunidad”
no se experimenta como daño propio. Puede entenderse en una comparativa con el
concepto de “espacios públicos”. Éstos pueden interpretarse como pertenecientes
a todos o no pertenecientes a nadie. El que fuma en el ascensor o tira la
colilla en el portal, considera que no hace daño a nadie porque no “ensucia”
una zona privada. El "espacio público" y, en este caso, también en el
sentido de "cosa pública", puede sentirse como un objeto cuya
salvaguarda nos corresponde y, por tanto, sentirnos responsable de su correcto
mantenimiento, o bien sentirse como un objeto sin dueño y, por tanto, cuya
responsabilidad no nos compete ni a nosotros ni a otros (por lo que no sentimos
que socavamos el derecho o el cuidado de terceros si lesionamos tal
"objeto")
Tal concepción de lo público como de algo vacío, no impersonal sino
violable, no protegido, sin derecho alguno, provoca que el ciudadano no censure
debidamente los actos corruptos del político o empresario de turno. Esto cuando
no se ve, incluso, al delincuente de cuello blanco, como un ser inteligente,
casi un justiciero, que en realidad consigue llevar a cabo lo que los demás
estamos deseando en secreto y no acometemos por pudor, vergüenza o temor a ser
descubiertos. Así, quien roba al fisco o defrauda, o estafa a un banco (en este
caso, lógicamente, no hablamos de lo "público", pero sí de "lo
común", dado que el dinero del banco es, a su vez, el dinero de los
clientes), suele ser admirado por una parte de la población dado que ha robado
a una institución que "nos roba" o nos somete a una presión fiscal o
económica fuerte. Pareciera, para ese ciudadano que aplaude al evasor, que un
oprimido se ha levantado contra su opresor. Pierde de vista, sin embargo, que
ni el ladrón de cuello blanco suele ser "un oprimido" ni aquello de
lo que se apropia es propiedad de la institución a la que ofende, sino de todos
nosotros.
Por tanto, siendo algo más técnicos, podríamos decir que la Teoría del Etiquetamiento, o labbeling approach, que tan bien se aplica a los delincuentes de extracción social media o baja, en esta ocasión fracasa, al menos en su dimensión condenatoria, ya que no hay un señalamiento negativo del delincuente en esta ocasión. Al corrupto político no se le etiqueta como un inadaptado, antisocial e irredento, como sí se hace con el "robagallinas". Esto podría dar la razón a los que critican la teoría del etiquetamiento ya que sugiere que, en realidad, es inadecuada para explicar la etiología del delito sino que, más bien, el etiquetamiento resulta, es la consecuencia de la procedencia social del delincuente, previa incluso a la comisión del delito.
Este concepto, sin embargo, está cambiando. Gracias a los movimientos
sociales, a la crisis y, sobre todo, a las consecuencias socialmente
devastadoras de algunas prácticas financieras que han provocado un incremento
dela pobreza, un empobrecimiento del nivel de vida del ciudadanos medio y un
enriquecimiento mayor de los que ya eran favorecidos económicamente, la
percepción del ciudadano ha cambiado a este respecto y, de hecho, su censura de
los comportamientos corruptos se ha dejado sentir en la indignación que han
provocado los procesos judiciales contra muchos políticos y en el cambio de
actitud (cuanto menos de puertas hacia afuera) de los partidos políticos
incorporando en sus programas medidas contra la corrupción y fomentando
visiblemente las prácticas éticas.
En otro orden de cosas, aunque profundizar en el estudio de esto nos
llevaría a otro largo artículo que quizás escribamos algún día, puede pesar
también en la motivación del corrupto el hecho de que las condenas por estos hechos
suelen ser bastante leves, teniendo un máximo de seis años de condena para los
delitos más graves del grupo (como el cohecho, pongamos) y, si acaso, siendo
muy rigurosos en la inhabilitación de su cargo, donde sí se puede llegar hasta
veinte años.
No podemos dejar de mencionar tampoco que, relacionado con la escasa
cuantía de las penas, otro elemento que, uniéndolo a ello, fracasa como
elemento disuasorio de comisión del delito es el pequeño número de casos que se
conocen, que pueden llevarse ante los tribunales y que, finalmente, son
penalizados. Efectivamente, no es ya que las penas sean muy reducidas, sino que
muchos criminales escapan a la acción de la justicia. Los investigadores están
de acuerdo en que el delito de cuello blanco y, en especial, los referidos a actividades
económicas ilícitas, como puedan ser el cobro de comisiones indebidas, la
evasión de capitales o el fraude fiscal, por ejemplo, aúnan entre todos o por
separado, una mayor cifra negra que cualquier otro delito[8].
Reflexionemos un segundo: si, como hemos dicho, las actividades criminales en
este ámbito se aprenden del entorno, donde son prácticas generalizadas y
frecuentes, habremos de concluir que no conocemos tantos casos en los que los
políticos y los empresarios (o las entidades financieras y bancarias) que obran
en connivencia con ellos, comparezcan ante los juzgados en términos relativos.
Sí es verdad que los denodados esfuerzos de jueces y policías para
conseguir romper esa tendencia al enquistamiento de la conducta corrupta,
parecen ahora estar dando, finalmente, sus frutos. Casi día sí y día también,
los medios de comunicación nos informan del nombre de un nuevo político o
empresario que debe someterse al dictamen de la justicia. Han sido ya varios
los ayuntamientos intervenidos por la policía, los casos Brugal, Gürtel, Noos,
ERE y tantos otros invaden los informativos (mucho más a menudo que los casos
antes esporádicos como el del GAL o el caso FILESA), las filtraciones de
Wikileaks, la lista Falciani o los recientes Papeles de Panamá, caso Manos
Limpias y Ausbanc, han puesto sobre el tapete numerosas madejas de hilos de los
que tirar para destapar muchas tramas ocultas. Pero, aun así, la cifra negra
sospechamos que sigue muy alta.
Percepción de problemas en los ciudadanos (gráfico del Diario Público) |
Estamos casi acabando, pero antes, debemos recordar que al hablar de
la percepción del corrupto sobre su delito o falta moral hemos dicho que, para
él, no cometía infracción alguna, no dañaba a nadie, merecía esa compensación e
incluso la veía como una práctica tan extendida que no podía considerarla
negativa o delictiva, sino como algo habitual. Decíamos que este último
argumento nos conectaba con las teorías criminológicas del aprendizaje y la
oportunidad; es suma: el corrupto ha aprendido su conducta del entorno, ya que
en él esa conducta está naturalizada y ha tenido oportunidad para delinquir
aunque, en su percepción, ignorase que lo estaba haciendo. Pues bien, ha llegado
el momento, ya al final de este artículo, de preguntarse seriamente si de
verdad todos los políticos y empresarios corruptos que, en los últimos años,
han llenado las portadas de los Medios de Comunicación (casos Gürtel, Taula,
Brugal, ERE andaluz, NOOS, Pujol y un larguísimo etc.) eran tan ingenuos como
para no saber valorar su comportamiento o, sencillamente, es una manera de
autojustificarse que ya no debemos creer ni disculpar.
[1] Según
datos del Consejo del Poder Judicial en su informe de 2013, en España se
investigaban 1661 causas por delitos relacionados con la corrupción. En 2015
las causas se elevaban a 1700.
[2] Como los
define Gonzalo Martínez Fresneda: “En los años sesenta del siglo pasado un
sector de la sociología americana acuñó el término de crímenes sin víctima para
referirse a aquellas conductas que estaban penalizadas a pesar de que no
perjudicaban a terceras personas cuando eran realizadas voluntariamente por
adultos (http://www.20minutos.es/columna/36910/0/Crimenes/sin/victimas/)”.
La Criminología Crítica lo ha empleado también para definir los crímenes en los
que el Estado como ente institucional o representativo de la colectividad, es
quien recibe el daño, por cuanto el Estado no puede ser entendido como
“víctima” en su acepción más precisa.
[3] C.P.
español actual, según redacción del último modificado, cit.
[4]
MALINOWSKI, B.: Los Argonautas del Pacífico Occidental, Barcelona, Península
(el texto original es de 1922)
[5] MAUSS,
Marcel: Ensayo sobre los dones, Razón
y forma del cambio en las sociedades primitivas, Katz editores, 2011
[6] Esto es
propiamente la “asociación diferencial” que da nombre a la teoría.
[7] Vid.
ESTEFANÍA, Joaquín. “Voto y corrupción” en EL PAÍS, 08/03/2009. También en http://elpais.com/diario/2009/03/08/domingo/1236486636_850215.html
[8] Cfr. Con
DURÁN SIERRA, Carolina: “Reacción Social frente a la Delincuencia de Cuello Blanco”,
Revista de Estudios Criminológicos y
Penitenciarios, nº7, Noviembre 2003, Santiago de Chile, pp. 63-77
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