Influencia de los videojuegos y el cine en la conducta violenta de los menores. Una aproximación.

    
Antonio GARCÍA SANCHO.- La pregunta que se plantea, si pueden los videojuegos y las películas generar una conducta violenta en el menor, entronca directamente con la mayor polémica o el más intenso debate que hoy mismo está instaurado (y desde sus orígenes) en la criminología. Nos referimos, claro está, a la etiología de la conducta violenta. ¿Qué origina la conducta violenta?¿Está escrita en los genes, se debe a un desorden social o a causas psicológicas?¿Se aprende la violencia? Y, en caso afirmativo: ¿De qué, de quién o cómo se aprende? También entronca con otro problema al que la criminología debe dar respuesta: ¿Se puede prevenir la violencia?
    Para el caso concreto que nos ocupa deberíamos dar respuesta a preguntas como éstas: ¿La violencia es aprendida? ¿Puede aprenderse del cine, la televisión, los videojuegos y otros productos de consumo similares? ¿Debe existir algún condicionante más para aprenderla o basta con presenciarla en los mass-media?.
    La Criminología presenta varias teorías sobre el origen del comportamiento violento y delictivo. Podríamos hablar de tres corrientes principales: la biologicista, la psicológica y la social. Hablar aquí de todas ellas podría llevarnos centenares de folios y de horas y escapa a nuestras pretensiones y a lo pertinente. Por ello, debe entenderse que el repaso que vamos a hacer a estos tres paradigmas en absoluto tiene la intención de ser minucioso sino que, antes bien, pasaremos de puntillas por todas las teorías de las que hablemos.

     Para empezar, las teorías que se apoyan en el sustrato biológico, muy en boga en los orígenes de la Criminología positivista con las teorías de Sheldon y Lombroso, sostienen que son las condiciones fisiológicas las que llevan a cometer delitos. El hombre con determinadas características físicas o biológicas sería, para los primeros criminólogos positivistas, un ser que no ha evolucionado al nivel del resto de la humanidad, por lo que muestra, diríamos, un comportamiento amoral o depredador, más propio de los animales. Superada la euforia darwinista y las tesis biologicistas originarias, esta teoría pareció quedar sin apoyos serios hasta que los avances en  genética vinieron a sustentar tesis que volvían a tener este mismo origen. No se trataba, ahora, de retrocesos en la evolución, sino de fallos genéticos que condenaban al sujeto a ser un delincuente o un criminal. Así, surgieron las teorías que aseguraban que los violentos poseían “el gen asesino”, una mutación de los cromosomas XY que determinaba que se tuviera un cromosoma XYY que causaría agresividad y comportamiento violento. El famoso asesino en serie español conocido como El Arropiero, poseía este gen. Lo que, en principio, resultaba una curiosidad, documentada por primera vez por Jacobs en 1965, se convierte en una fuente de teorías que sostienen que el cariotipo XYY, una mutación genética y no una herencia, es más frecuente en los grupos marginales o de vida más precaria (tesis falsada, después, por Walzer y Gerald y también por Casey) y, también, se comenzó a observar, en algunos estudios, que este cariotipo era unas tres o cuatro veces más frecuente en grupos de reclusos con delitos violentos que en los grupos de control de población no reclusa que se examinaron. Incluso en un estudio, el de Razavi, sobre agresores sexuales y violadores, se encontró que de los 83 varones en el Bridgwater Treatment Center for Sexual Offenders de Massachusetts, el cromosoma XYY estaba presente en una proporción 35 veces superior a la media. No obstante, otros estudios determinaron que su incidencia en la población en general era mucho más pequeña que la incidencia de la criminalidad (sobre el 1%, aunque en criminales violentos llegaba hasta el 2 o el 3%), que su incidencia era menor en negros que en blancos (aunque la criminalidad, en términos relativos, en EE.UU. arroja que hay más delncuentes negros que blancos) o que, calculando la población total que ha debido desarrollar el cariotipo XYY, debería haber unas 98 veces más delincuentes violentos de los que realmente existen (Un estudio de Dershowitz de 1976 señalaría que, basándose en análisis estadísticos previos de prevalencia, debía haber 200.000 varones con el “gen asesino” en EE.UU. dado que su población total era de 110 millones. Dado que, una vez más por estadística, había un millón de americanos varones que en algún momento habían cometido un crimen violento, deberían tener el cromosoma XYY un total de 3.200 de ellos. Es decir, que sólo un 1’5% de todos los varones con XYY se convertían en delincuentes violentos. Predecir, pues, que los 200.000 llegarían a cometer un crimen violento era completamente falso). Finalmente, se hizo notar que influían otros factores en la incidencia de reclusos con el gen XYY, como la pertenencia a grupos de alta criminalidad, su nacimiento en barrios marginales, problemas escolares que habían impedido una buena educación que garantizara un futuro y una socialización correcta, etc.
    
No obstante, pese a perder fuelle esta teoría, hoy siguen en pie las teorías que se apoyan en factores biológicos. Así, se ha descubierto que deficientes configuraciones estructurales o disfunciones de la amígdala, el lóbulo frontal, etc. están presentes en las personas con problemas de psicopatía y Trastorno Antisocial de la Personalidad y se investiga el posible origen genético de la Esquizofrenia. Estos factores, de por sí, lo que parecen determinar es la aparición de estos trastornos, pero, en ningún caso, se piensa hoy que son los únicos factores que abocan a la criminalidad. De hecho, la mayoría de los delitos y crímenes violentos no son perpetrados por enfermos mentales o por psicópatas y paranoicos, sino por gente completamente “normal”.
    En relación a lo que se intenta responder, cabe decir que, de aceptarse la base biológica como único factor criminógeno, no importaría en absoluto que los niños y adolescentes viesen películas o jugasen a juegos violentos. Si no tuvieran un sustrato genético que les inclinase o determinase hacia la violencia, no importaría que la consumiesen.
    Hemos de considerar, ahora, otro paradigma, el psicológico, para lo cual vamos a seguir, fundamentalmente, el desarrollo que hace de él Antonio García-Pablos de Molina (Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos). Desde el psicoanálisis se planteó que la agresividad y la delincuencia podían obedecer, como todos los impulsos, a pulsiones que responden a episodios de la infancia. Posibles explicaciones de esta corriente al fenómeno del delito y la agresividad implicaban la hipertrofia del Super Yo o la falta de regulación entre el Principio del Placer y el Súper-yo que actuaba de censor de las actividades delictivas. También se estudiaron algunas neurosis y el concepto de la Angustia. Para Freud y sus más estrictos seguidores, toda pulsión respondía a un deseo de obtener placer sexual. Sin embargo, otros continuadores abandonaron este enfoque, como Adler, que reorientó hacia una perspectiva social las teorías psicodinámicas. Adler pensaba que la delincuencia y la agresividad se debían, sobre todo, a sufrir el sujeto un complejo de inferioridad, fuente de reacciones neuróticas que exigían mecanismos de compensación. El enfoque social también estaba presente en Erickson y en Fromm, entre otros.
    Por otro lado, el desarrollo de las investigaciones acerca de las psicopatologías y el avance de la psiquiatría ha sido fecundo en la fundación de una psicopatología criminal. Entre otros resultados, además de demostrar fehacientemente la participación de algunas psicosis o trastornos de la personalidad como fuente de algunos crímenes, se ha obtenido el dato de que la oligofrenia y la psicopatía son los trastornos que entran más a menudo en conflicto con el ordenamiento penal. Por otro lado, pese a la primera euforia detectada en algunos estudios, hoy se ha demostrado que la enfermedad mental y las psicopatías graves en general suponen un porcentaje menor de las fuentes de criminalidad que las detectadas en la población en general o las causadas por disfunciones psíquicas menos graves, principalmente, consumo de sustancias. En otras palabras: padecer una psicopatología (incluidas las más referenciadas como la oligofrenia o la psicopatía) no supone, indefectiblemente, que el sujeto se vaya a convertir en un delincuente o un criminal agresivo.
    La psicología conductual también ha avanzado varios modelos teóricos, que difieren de los psicodinámicos en un punto principal: mientras que para el psicoanálisis los determinantes últimos de la conducta delincuencial implican a las motivaciones, para los conductistas el análisis se desplaza a las fuerzas externas: estímulos y refuerzos. Así, una conducta delictiva se dará porque existen los estímulos necesarios y se han practicado sobre el sujeto situaciones que han reforzado ese modo de obrar. Los modelos desarrollados por el conductismo implican los biológico-conductuales, las teorías del desarrollo moral y el proceso cognitivo (pesa más, para éstos, la forma de ver el mundo del sujeto que los defectuosos condicionamientos del proceso de socialización), modelos factorialistas (que inciden sobre todo en rasgos de la personalidad del sujeto) y, finalmente, los modelos socioconductuales o del aprendizaje social, que son los más próximos al tercer paradigma: el de la influencia social. Como puede verse, los modelos psicológicos cada vez más interactúan con otros modelos y dejan atrás una interpretación estrictamente purista de las causas de la criminalidad.
    

En atención a lo que se nos pregunta, desde este paradigma podríamos responder que, para que los juegos de rol, videojuegos, películas, etc. afectasen realmente a su consumidor, previamente debería existir una psicopatología o unos factores biológicos moldeadores de la personalidad o bien unos rasgos de la personalidad que, en la adolescencia, ya están bien constituidos. Sin embargo, también podríamos decir que alguno de estos momentos de disfrute del cine o los videojuegos podría asociarse a alguna pulsión no placentera que provocase en el sujeto una necesidad de compensarla a través de la conducta violenta. No obstante, como se ve, se implican factores endógenos y exógenos en cualquiera de las explicaciones posibles y el simple hecho de consumir este tipo de productos no garantizaría que se “criasen monstruos”.
    Finalmente, llegamos a las teorías sociológicas. Podemos dividir éstas en Teorías multifactoriales, que no se muestran convencidas de que haya un solo factor o un factor principal en la etiología del delito, sino que apuestan por una combinación de diferentes factores, la Teoría de la Escuela de Chicago (que se basa en el estudio de la ciudad como un ecosistema en el cual aparece el delito por la degradación de determinados grupos, por la introducción de la desorganización social y otras consideraciones medioambientales), Las teorías estructural-funcionalistas (entre las que destaca la de la anomia de Durkheim), las Teorías del Conflicto (que basan su teoría en la confrontación de un grupo que, eventualmente, se muestra discrepante con la normativa a la que ha llegado el consenso de la mayoría de los grupos de esa sociedad y que muestran una clara base marxista), las Teorías de la subcultura (que conciben la oposición de un subgrupo o subcultura, con una conducta sancionada por sus miembros y en conflicto con la de otros grupos) y las Teorías del Aprendizaje social, que incluye las relacionadas con el aprendizaje social, el control social y el etiquetamiento.
    A los tres paradigmas propuestos cabe sumar el de los Modelos Integrados. Éstas apoyan que la etiología del delito no puede explicarse sencillamente desde una sola perspectiva, por lo que combinan varias de las ya referidas. Siegel habla de tres teorías principales: las “multfactoriales”, las de los “rasgos latentes” y las del “Curso de Vida”. Todas ellas combinan una pluralidad de factores provenientes de las teorías mencionadas anteriormente, cada una de ellas, tomando modelos concretos diferentes de las otras.
    Con todo lo visto, lo que deberíamos hacer, pues, para dar respuesta a la pregunta formulada es analizar si el consumo de cine, TV o videojuegos con contenido violento, entra dentro de alguna de las causas que estas teorías admiten como causantes de la violencia y si hay estudios que avalen esas conclusiones.
    Enrique Echeburúa aborda esta cuestión cuando intenta dilucidar si es posible la prevención de la delincuencia en su obra Personalidades Violentas (Madrid, Pirámide, 2000). Advierte que ya Bandura ha determinado la importancia de la observación de conductas violentas por jóvenes y adolescentes en el desarrollo de conductas agresivas posteriores. El profesor se manifiesta favorable a controlar el contenido de los programas de TV para eliminar gran parte de los contenidos de violencia y crueldad que emiten, especialmente violencia gratuita y dramatizaciones excesivamente emotivas. Asegura que la violencia que se consume en TV aumenta la agresividad en los jóvenes y los niños si puede homologarse a la de la vida real. Así, es más fácil asimilar la conducta violenta cuando se dirige entre personas que contra extraterrestres de aspecto monstruoso. Es más fácil asimilar una agresión de unos niños a otro en el colegio, por ejemplo, que la violencia que aparece en los dibujos animados o en las películas de guerra, que los espectadores perciben como situaciones ajenas a ellos.
    Desde este punto de partida, podríamos inclinarnos a pensar que los videojuegos (la gran mayoría de ellos con violencia fantástica o basada en guerras) no van a influir mucho en la violencia de los jóvenes. Mención aparte podría hacerse de algunos de ellos, como los que consisten en atropellar personas.
Por otro lado, las teorías del aprendizaje social y las de las subculturas, podrían contribuir a clarificar que, en determinados ambientes, podría ser más acusada la influencia de los videojuegos. Así, si el videojuego (o la película) muestra a una serie de sujetos organizados como una banda callejera asaltando a transeúntes, si el joven pertenece a una cultura en la que son frecuentes estas bandas o vive en un barrio donde su presencia es un hecho, puede estar más expuesto a asimilar los valores propios de estos microgrupos y la violencia vista en los videojuegos puede formar parte de las causas de su futura dedicación al crimen.
    

Sobre cuál es la influencia real de este factor en la determinación de una futura conducta agresiva se ha preguntado Carolina Bringas, Anastasio Ovejero, Francisco Javier Herrero y Francisco Javier Rodríguez en el estudio que reflejan en su artículo “Medios electrónicos y comportamiento antisocial en adolescentes” (Revista colombiana de piscología, nº 17, 2008). Tras constatar que los diferentes estudios realizados hasta la fecha eran contradictorios y no contemplaban otros factores que podrían tener relación con los resultados, realizan su estudio sobre una muestra de 331 adolescentes y teniendo en cuenta tanto la variable sociodemográfica de los padres como los resultados obtenidos en tests para determinar los “Big-Five” de Benet-Martínez y John, que evalúa cinco grandes rasgos de personalidad: Extraversión, Sociabilidad, Responsabilidad, Neuroticismo y Apertura al cambio. En ese estudio, advierten que los resultados detectan un peso del 72% en el pronóstico, situándose la influencia de los juegos de ordenador en quinto lugar de la escala de factores causales posibles de violencia. “Es decir”, explican, “además del nivel de responsabilidad, la profesión del padre, la edad de los jóvenes y el nivel de extraversión obtienen pesos más importantes que el uso de los medios de comunicación electrónicos en sí dentro del modelo”. Concluyen que la influencia de estos medios en el comportamiento agresivo de los jóvenes está mediatizado por las características de los participantes. Así, junto con el consumo mediático, la edad (no así el género), los rasgos de personalidad y, en especial la extraversión y la sociabilidad y, en menor medida, la responsabilidad (no así la adaptabilidad al cambio, que resultó irrelevante), los valores motivacionales (como la estimulación, universalismo y poder) y variables situacionales, como la profesión del padre, “influyen, a nivel predictor, en la conducta conflictiva e infractora de nuestros adolescentes”.
    Este estudio, pues, parece indicar que es importante el sustrato de la personalidad de cada joven, así como algunos factores familiares y sociales por encima de la utilización y consumo de este tipo de medios.
    En cuanto a los efectos concretos que la violencia, especialmente la vista en televisión, produce en los jóvenes (en mayor o menor grado, según qué tipo de estudios consultemos), algunos estudios señalan los siguientes*:


-Se vuelven insensibles al dolor y la violencia
-Tiene efectos antisociales.
-Gradualmente se acepta la violencia como un método válido para resolver los problemas.
-Se vuelven más agresivos.
-Surge el miedo a hacerse víctima de la violencia.




    Aseguran las mismas fuentes que los efectos de la modificación de la conducta se desarrollan entre 10 y 15 años después de la exposición habitual a la violencia consumida a través de la TV.
    Por tanto, como vemos, los estudios no se ponen de acuerdo sobre el peso real de la influencia de los videojuegos y otros productos similares de consumo en la conducta agresiva desarrollada a posteriori por los jóvenes y adolescentes que los consumen. Todos, es sí, aceptan algún grado de influencia pero son pocos los estudios que analizan diversos aspectos puestos en interrelación con la influencia de los videojuegos para entender si son o no factores suficientes. La gran mayoría, cuando lo hacen, encuentran que esa influencia ha sido exagerada en los estudios que no toman en cuenta otros factores.



    Podemos decir, pues, que el consumo de violencia en videojuegos y similares sí influye en la formación de un comportamiento más o menos insensibilizado a las conductas agresivas o incluso de un comportamiento propio agresivo. Sin embargo, creemos que su importancia ha de relativizarse y que está subordinada a aspectos de control social y micro-controles (autoridad paterna, grupo de amigos…), a rasgos ya conformados de la personalidad del consumidor (responsabilidad, sociabilidad, empatía) y al padecimiento o no de trastornos, enfermedad mental o neurosis que puedan influir en su concepción cognitiva de la violencia. Sería sencillo (por lo que es tentador), atribuir al consumo de violencia en imágenes el desarrollo de comportamientos violentos posteriores pero, sin embargo, ningún estudio serio puede atribuir una correlación directa y una dinámica de causa-efecto. Sí, en cambio, puede ser un factor a sumar si encuentra haciendo un símil agrario, “terreno abonado” por la circunstancia social del sujeto o por su personalidad previa.

 
  *Fuente:http://www.familianova-schola.com/files/Violencia_medios_comunicacion_efectos_ninos_adolescentes.pdf

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