Ars Moriendi 11: El caso Chet Baker. La caída del ángel maldito

Quien ha escuchado tocar o cantar a Chet Baker conoce ese punto de amargura y lejana indolencia con el que juega su sonoridad y su fraseo. Quien examina su vida percibe que no son casuales, ni buscadas, ni forman parte de una peculiar manera de afrontar el estilo cool que le caracterizaba, sino que eran su propio mundo volcado en cada nota. Su infinita sensibilidad le provocaba un dolor tal vez demasiado grande, que no encontró otra vía de escape que la música y las drogas y, al ceder a éstas, se autodestruyó. Aunque queda en el aire saber si el último acto de destrucción, el más definitivo, fue voluntario o tuvo como ejecutora una mano ajena. Descubra el abismo detrás del ángel de jazz con esta nueva entrega de "Ars Moriendi".



Por Pedro Antonio Sillero Olmedo.

Cualquier aficionado al Jazz conoce a Chet Baker. 

 

Hubo una época, allá por los años 50 del siglo pasado, en la que ni siquiera hacía falta serlo para reconocer su nombre y su cara, y hasta su voz. Incluso su forma de tocar la trompeta resultaba fácilmente identificable.

De hecho, el tiempo, que todo lo cambia, no ha conseguido enterrar al mito. Porque, efectivamente, Chet Baker se convirtió en un mito. Un mito que ha sobrevivido a su oscura muerte.

 

La valoración que merezca su voz y su forma de tocar, ese estilo cool propio del jazz de la Costa Oeste, depende de las modas y del oído de cada oyente, pero que Baker es un icono del Jazz, no lo duda nadie.

Su carrera comenzó precozmente a finales de los años 40, cuando aún no había cumplido los veinte, y muy poco después, a comienzos de la década siguiente, Baker consiguió irrumpir de forma fulgurante en el apretado y competitivo mundo de la era dorada del Jazz. Su aspecto frágil y aniñado, similar a la de su contemporáneo James Dean, y su voz sensual y aterciopelada (que, personalmente, siempre me recuerda a la de su colega, en el registro femenino, Julie London), favorecieron la construcción de una imagen alejada de los estereotipos habituales: era joven, blanco, anglosajón, de aspecto encantador, pulcro en el vestir, peinaba con tupé y brillantina, a la moda… y encima tocaba la trompeta y cantaba de esa forma tan envolvente. ¿Qué madre norteamericana, blanca y anglosajona, no lo habría querido como yerno? ¿Qué jovencita, aún poco o nada entusiasta del jazz, no habría colgado su foto en la pared de su dormitorio?

Y, en efecto: Baker se convirtió en un sorprendente fenómeno de masas.

Y, sin embargo, la realidad era como un iceberg: la décima parte de él coincidía, sí, con la imagen que vendía discos a millares; pero el resto, casi todo, estaba sumergido en un mar de sordidez y autodestrucción.

Era imposible mantener dicha ficción demasiado tiempo, y en poco más de una década Chet Baker pasó del éxito y la admiración mundial, al repudio, primero, y la indiferencia después.

 

Cuando en Mayo de 1988 llegó la noticia de su la muerte, lo hizo entre la apatía del gran público y la resignación de sus seguidores. Apenas causó llanto ni dolor.  Más de uno incluso pudo haberse preguntado: “Ah!, ¿pero es que estaba vivo?”

Quizás sí hubiera sorprendido, no obstante, descubrir que la fotografía con la que los diarios e informativos que cubrieron la noticia ilustraban el suceso no se correspondía con la de un septuagenario machacado por la vida, como parecía, sino con la de un hombre de todavía 58 años. 58 años muy machacados por la vida, ciertamente. Por la vida y por las drogas. La cara angelical de las portadas de sus primeros discos se había convertido en una máscara arrugada, envejecida y consumida por la heroína; un rostro marchito en el que se encajaban unos ojos tristes y lastimeros, como los de un animalillo acorralado, que pedían ayuda a gritos.

Pero más aún debiera haber sorprendido las circunstancias extrañísimas en las que se produjo su muerte; extrañísimas y, a fecha de hoy, no esclarecidas.




 

Chet Baker fue encontrado muerto la madrugada del 13 de Mayo de 1988 en la acera de la entrada al Hotel  Prins Hendrik de Amsterdam. Estaba vestido con camisa de manga corta y pantalón a rayas, y tenía el cráneo y parte de la cara destrozados (la cara había impactado contra un bolardo). Baker se alojaba en el tercer piso del hotel, y la ubicación del cuerpo sugería que debía de haber caído desde la ventana de su habitación, situada a unos 10 metros de altura. Sin embargo, no había muerto instantáneamente: la posición fetal que presentaba sugirió a los investigadores que aún tuvo tiempo de padecer tumbado en la acera unos horribles instantes de agonía antes de morir.

Como un epítome maldito de su biografía, la policía de Amsterdam no lo reconoció y, de hecho, pensó que se trataba de un yonki más de los muchos que pululaban por la calle Zeedijk, escenario habitual del trapicheo de droga de la ciudad y situada, no casualmente, como veremos, a pocos metros del hotel. Convencidos de ello, dejaron el cuerpo sin identificar en el depósito de cadáveres.

Fue al día siguiente, cuando su manager holandés, Peter Huijts, identificó el cadáver. 

Entonces empezaron las especulaciones. Como no hubo testigos de la caída y el personal del hotel resultó escasamente colaborador, se dijo de todo: que si un suicidio, que si una imprudencia temeraria, que si un accidente favorecido por su estado de drogadicción; y, sí, también que pudo ser un asesinato.

Desde el hotel se alegó que Baker había subido a su habitación pero que, al darse cuenta de que se había dejado las llaves dentro, debió intentó entrar desde la ventana de la habitación de al lado, que tenía la puerta abierta, y perdió el equilibrio.

Otra versión culpaba al empleado de la recepción del hotel de haberle impedido la entrada pensando que se trataba de un drogadicto que intentaba colarse (y el aspecto de Baker en aquella época, ciertamente podría inducir a dicha confusión). Entonces Baker habría intentado recuperar su trompeta, que había dejado en su habitación, escalando la fachada del hotel. 

También se afirmó que lo ocurrido fue que Baker se había sentado en la ventana tras meterse una dosis de heroína y acabó quedándose dormido, cayendo entonces al vacío.

No faltaron quienes defendieron la tesis del suicidio, recordando que un año antes ya había tenido un intento.

Y hasta llegó a circular una versión morbosa que sostenía que el personal del hotel descubrió el cadáver de Baker en su habitación, muerto de sobredosis y que,  para evitar escándalos y una publicidad negativa, lo arrojaron por la ventana, a fin de  que pareciera un suicidio o un accidente. 

Hubo hipótesis para todos los gustos.





Sin embargo, ninguna de dichas versiones resulta satisfactoria:

 

1. En cuanto a la caída accidental, ¿por qué no bajó a recepción al darse cuenta de que no llevaba las llaves y pidió, sencillamente, que le abrieran la puerta en lugar de arriesgarse a un ejercicio de funambulismo como un ladrón en la noche desde 10 metros de altura?

2. La opción del escalo, resulta igualmente inverosímil. Cuesta imaginarse a un hombre débil, enflaquecido y consumido por la heroína, pretendiendo escalar de noche 10 metros de una fachada que, según los testigos, apenas tenía salientes que ayudaran.

3. En cuanto a la caída accidental al quedarse dormido, se comprobó que la ventana de su habitación sólo se abría unos 30 cm, por lo que no era  fácil que un cuerpo cayera por el hueco.

4. La hipótesis del suicidio presentaba el mismo problema. Teóricamente podría, a trancas y barrancas, haberse colado por esos 30 cm de  la ventana y saltado al vacío, pero ciertamente resulta una forma complicada de matarse: ¿acaso un drogadicto no tiene formas más sencillas de hacerlo? Por otro lado, no dejó mensaje ni había comentado esa posibilidad a ninguna de sus amistades, ni nadie había detectado en los días previos indicios de que estuviera planteándoselo. 

5. Finalmente, la opción de que muriera en su habitación y fuera arrojado por el personal del hotel, la descarta el hecho de que la policía no encontrara heroína en su sangre (o eso afirmó). Los brazos los tenía acribillados a pinchazos, pero los informes descartaron una muerte por sobredosis (lo que también anula tercera hipótesis), aparte de que tampoco está muy claro en esta teoría qué ventaja tenía para la imagen del hotel arrojar el cuerpo y dejarlo abandonado en la acera de entrada al mismo a la espera de que alguien lo encontrara, en lugar de dejarlo en la habitación.

 

Así las cosas, empezó a abrirse paso la hipótesis del asesinato. Más concretamente, la del ajuste de cuenta por sus presuntas deudas con traficantes de droga.

Pero para valorar su verosimilitud, debemos retroceder en el tiempo al momento en el que Chesney Henry Baker Jr, se convirtió en Chet Baker.


Charlie Parker con Chet Baker


Ocurrió a comienzos de los 50, cuando un jovencito trompetista aspirante a estrella del Jazz deslumbró al rey del saxo, Charlie Parker, que lo seleccionó para una gira, poniéndolo en el foco mediático (“Tened cuidado con este joven” le dijo Bird a Miles Davis y Dizzy Gillespie).

Dos años después y tras varias giras, grabaciones y participaciones en diversos grupos, Baker publica “Chet Baker Sings” (que incluye su mítica versión de My Funny Valentine) y “Chet Baker Quintet With Strings”  y con ellos alcanza la cima de su gloria. Los discos, que resaltan en su portada su fotografía (guapo, bien vestido, con ese tupé…), se convierten en superventas y le abren las puertas de los mejores auditorios del país.  Se suceden entonces las giras por Estados Unidos y por Europa, y publica álbumes a un ritmo frenético. Incluso trabaja en una película (“El horizonte del infierno”, ambientada en la Guerra de Corea). Pero es también es esos momentos cuando Chet Baker comienza su matrimonio con la heroína. Y ese matrimonio sólo se romperá con su muerte.

En aquellos años no era nada infrecuente encontrar estrellas del Jazz enganchadas a la droga. La cosa había empezado en los años veinte con la marihuana (Louis Armstrong la consumió casi toda su vida), pero pronto fue sustituida por la cocaína, primero, y la heroína más tarde. De hecho, era tan habitual que el Director de la Oficina Federal de Estupefacientes comentaba a comienzos de los cuarenta que: “teníamos más bandas de jazz en la cárcel de las que puedo contar” (1)

Tampoco era raro tropezarse con las noticias de ángeles caídos: genios, como Charlie Parker o Billie Holliday, a los que la fama, el éxito y la gloria no les resultaba suficiente, y que habían convertido el exceso y la autodestrucción en un auténtico estilo de vida. Y es en esa liga de malditos donde va a participar Chet Baker, encaramándose enseguida a sus primeros puestos.

Los problemas no tardaron en aparecer: en 1959 es condenado a 6 meses de prisión en Nueva York por posesión de drogas, de los que cumplió 4 por buena conducta y salió para Europa. Pero en Italia también es arrestado por tenencia de drogas y falsificación de recetas, debiendo pasar año y medio entre rejas. Cuando quedó libre lo celebró con uno de sus grandes discos, “Chet is Back!”, en 1962, pero en su gira de presentación vuelve a ser arrestado, esta vez en Alemania Occidental. Cuando puede, se traslada a París donde se instala en 1963, pero al volver a Alemania en una nueva gira, otra vez es arrestado y, esta vez, deportado a Estados Unidos.


 



Es entonces cuando su carrera y su biografía tocan fondo: en el verano de 1966 recibe una paliza en San Francisco, sin que esté claro si se trató de un atraco al que se resistió o más bien de un ajuste de cuentas relacionado con sus deudas con las drogas, como casi todos sus biógrafos dan por hecho (2). Lo cierto es que, entre otras lesiones, le rompieron (literalmente) la boca. Teniendo en cuenta que la dentadura de Baker ya presentaba un estado penoso a causa de su consumo de marihuana, tabaco, alcohol y heroína, precisó de varias intervenciones, y al final tuvo que acostumbrarse a una dentadura postiza, para la cual necesitó adaptar la embocadura de la trompeta y cambiar su estilo de tocar.

Pero ya no era el mismo. Graba y actúa sólo de forma ocasional, y a comienzos de los 70, humillado y olvidado, se retira.

Fue Dizzy Gillespie, en su habitual papel de ángel de la guarda, quien lo rescató y lo volvió a poner en activo. Para ello, Baker intentó recuperar el control sometiéndose a un tratamiento de metadona, y tras una primera actuación en un club de Nueva York en 1973, al año siguiente, por mediación de Gillespie, consigue actuar en el prestigioso Carnegie Hall en una velada memorable con Gerry Mulligan, saxofonista y antiguo compañero de Baker en sus comienzos allá por los 50, y que, como él, venía de patear el lado más oscuro de la fama.

Pero de nada le sirvió. Quizás fue peor, porque Baker volvió a las drogas y esta vez lo hizo a un nivel suicida. En su autobiografía “Como si tuviera alas”, (3), reconoce que en esta etapa llegó a consumir hasta 10 gramos de heroína y otros tantos de cocaína por día, aparte del alcohol, los barbitúricos y el hachís, que tampoco faltaban en su dieta.

Se instaló en Europa, probablemente porque aquí le resultaba más fácil el acceso a la cantidad que necesitaba consumir diariamente, aunque volaba ocasionalmente a Estados Unidos para algunos conciertos. También a Japón, donde en 1986 tuvo que aguantar a base de metadona y alcohol para no ser arrestado al no poder conseguir droga (“estoy deseando llegar a París y colocarme” afirmó en el aeropuerto)

Este último período de su vida adquiere tonos de increíble patetismo: sin que se conozcan todos los detalles, parece cierto que en 1987 intenta quitarse la vida a base de una ingesta masiva de speedballs (4) y barbitúricos. Su pareja de entonces, Diane Vavra, que ha aguantado situaciones extremas, incluyendo el papel de camello, le abandona para poderse salvar ella (5). En Roma se le llega a ver tocando en la calle y pasando el sombrero para pillar algo con sus colegas. Y pese a todo, sobrevive.

En Marzo de 1988 actuó en Madrid. El 28 de Abril, en Hannover, da su último concierto. 

Al día siguiente viaja para Amsterdam.

Necesita droga y por eso se instala cerca del habitual punto de venta de la ciudad, la Calle Zeedijk.

Ahí se le pierde la pista. En este punto, su biografía se apaga. Un misterio.

¿Qué pasó?



Una posible pista serían las inquietantes palabras que al parecer habría comentado, días antes, a algunos allegados a propósito de que “alguien” iba a por él. De hecho, el pianista Frank Strazzeri manifestó en su funeral que le había “birlado la pasta” a otro fulano y por eso le mataron. No es imposible. Ni siquiera improbable. Chet Baker todavía llenaba garitos en Europa, donde, a diferencia de lo que ocurría en su país, mantenía parte de su antiguo prestigio y esa aureola de malditismo que resulta irresistible para algunos fans. De hecho, ganaba dinero. A veces, mucho dinero. El mismo año que intentó suicidarse había reunido, según Diane Vavra, unos 200.000 dólares; una pequeña fortuna que no era suficiente, sin embargo, para cubrir sus gastos en droga. Siempre necesitado, siempre con pánico a quedarse sin su dosis diaria, dispuesto a lo que fuera por reunir la cantidad precisa (hasta pedir en la calle, como vimos), no sería extraño que le “hubiera birlado la pasta” a algún colega del inframundo, o que hubiera dejado impagada alguna cantidad importante a alguno de sus proveedores.

Es posible. Pero no hay pruebas de nada. 

 

¿Fue otro ajuste de cuentas con algún traficante como en 1966, pero esta vez mortal¿

¿Una vendetta? 

¿O más bien se quitó la vida, harto de tocar fondo y de vivir en constante huida?

¿O  acaso tenía la mente tan nublada que cometió un disparate del que ni siquiera se dio cuenta, salvo, quizás, mientras agonizaba en la acera del hotel?

 

Me temo que ya nada se sabrá. Chet Baker no tuvo suerte ni para morir.

Atrás quedaron 58 años plagados de derrotas y de alguna victoria; tres matrimonios fracasados, otras muchas relaciones perdidas, más de 100 discos grabados, una película que nadie ha visto, un puñado de actuaciones memorables de las que ya nadie se acuerda, y una cara rota que no era la suya.

No importa. Sabido es que en la eternidad hay hueco para los ángeles rotos que tocan jazz. Y el suyo era jazz del bueno. Del mejor.





NOTAS

1. Entre los artistas masculinos consumidores habituales de cocaína o heroína (o de  ambas), sólo por citar a los más  ilustres, tendríamos a Charlie Parker, Dexter Gordon, Bill Evans, John Coltrane, Miles Davis, Art Pepper, Bad Powell, Lester Young, Stan Getz etc. 

Entre las mujeres, por supuesto está Billie Holliday, pero también, Dinah Washinton  (muerta por una sobredosis),  Sarah Vaughan, y hasta a la angelical Peggy Lee, que también coqueteó con ellas.

Si incluyéramos el alcohol entre las adicciones, la lista sería casi interminable.

2. Tuvo lugar en el barrio de Fillmore, donde habitualmente compraba droga.

3- Editorial Mondadori, 1999.

 4. Una mezcla de heroína y cocaína combinada bien en la misma jeringuilla o bien fumada.

5. Inevitable establecer un paralelismo con la trayectoria de nuestro Antonio Vega y su primera pareja, Teresa Lloret.


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