Juan Carlos Aguilar. El monje asesino

 Por Antonio Garcia Sancho

 


Dos de junio de 2013. Las calles de Bilbao no mostraban todo el ajetreo que de costumbre porque era el mediodía de un domingo lluvioso. Pero sí estaba, entre otros transeúntes que iban o venían de las tabernas, Valentina, una mujer que estaba paseando tranquilamente a su perro. Hasta que pasó frente a la verja cerrada de un local en el número 12 de la calle Máximo Aguirre. Una chica se precipitó repentinamente sobre la verja intentando salir del local, pero estaba cerrada con candado. Pedía auxilio y movía los hierros con desesperación intentando que cedieran y poder escapar.

La mujer del perrito no se lo piensa y llama al centro de coordinación de emergencias del País Vasco, el SOS-Deiak, contando lo que está viendo. Mientras el operario del servicio intenta tomar algunos datos que sirvan de orientación a los servicios de emergencias alcanzó también a ver a otra figura, esta vez la de un hombre, que forcejeaba con la chica y la arrastraba hacia adentro, escaleras abajo del recinto, donde se encontraba la puerta de un famoso gimnasio, el del monje shaolín Juan Carlos Aguilar. “¡Dense prisa!”, urgió la mujer tras describir a SOS-Deiak lo que estaba viendo.

 

Juan Carlos Aguilar era famoso. No solo en Bilbao, sino por toda España. Decía que era un maestro Shaolín. Aunque había nacido en Barakaldo, donde se formó en artes marciales, había viajado a China, hasta el templo de los monjes Shaolin, conocidos por ser monjes que abrazaron el budismo y guerreros que desarrollaron una rama muy letal del arte del Kung-Fu. Aguilar había conseguido ser aceptado por la comunidad y se había convertido en maestro, volviendo a occidente para enseñar su arte y las ventajas de la meditación a quien quisiera ser su discípulo. Había aparecido en numerosos programas de televisión contando su historia, en los que también demostraba sus habilidades con las artes marciales o las armas del kung-fu. También había participado en el programa Redes, de Eduard Punset, explicando el funcionamiento de la meditación y cómo la mente puede entrenarse hasta superar el dolor y resistir los embates de la agresividad y el ego.

 


Cuando los agentes llegaron a la puerta de su gimnasio, el Zen Lao, reconocieron el local inmediatamente. Algunos Ertzaintzas habían sido alumnos suyos. Lograron abrir la verja y luego se precipitaron hacia la puerta del gimnasio, en realidad un local en un sótano, lleno de columnas y recovecos donde podía ocultarse un buen guerrero shaolín. Por fin, encontraron a la mujer maniatada y amordazada sobre un camastro. Han intentado estrangularla con cuerda de embalar y cinta americana. Los agentes ven también moverse una puerta tras la cual encontraron a Juan Carlos Aguilar, que forcejeó con los policías intentando cerrarla para no ser apresado. Parecía muy fuerte y los agentes se tuvieron que emplear a fondo, pero lograron reducirle. La chica maniatada era la misma que había visto la mujer del perrito que había llamado a emergencias. Mostraba numerosos golpes y moratones y, de hecho, no sobrevivió más de dos días.

Cuando la policía puede tranquilizarse y tenerlo todo bajo control, a los agentes les llaman la atención unas bolsas de basura bien atadas que se encuentran junto al tatami, la colchoneta donde se realizan las prácticas de lucha. Al abrirlas, la policía comprende que no está solo ante un agresor sexual; en las bolsas hay huesos humanos.

Lo primero que sorprende a los agentes es que esos huesos están limpios. Los han descarnado y los han lavado. Al menos gran parte de ellos. Parecen humanos y, efectivamente, lo son.

 

Se supo entonces que Juan Carlos Aguilar había subido a su coche a una prostituta colombiana, que después pudieron identificar -gracias a la ficha policial, pues estuvo detenida-, como Yenni Sofía Revollo. El suceso tuvo lugar sobre las 3:20 del 25 de mayo de ese mismo año. Apenas la semana anterior. La llevó a su gimnasio y, tras maniatarla, según describía el diario El País en un reportaje de 2018, la mató estrangulándola. Luego se fotografió con el cadáver en una posición obscena y la descuartizó. Seccionó las falanges de los dedos índices, para complicar su identificación, extrajo las prótesis mamarias, limpió meticulosamente la mayoría de los huesos retirándoles la carne y lavándolos y escondió parte de los restos en un falso techo sobre las duchas y otros los guardó en su piso de la calle Iturriza. También, parece ser, que algunos restos -seguramente los más comprometedores- fueron quemados en el propio gimnasio. En días posteriores iría arrojándolos en bolsas a la ría de Bilbao.

Una semana después del suceso, según mostraron las cámaras de los alrededores a la policía, el “maestro de la contención budista” volvió a merodear por las misma calle General Concha donde había “reclutado” a su primera víctima. Allí comenzó a hablar con otra mujer después de dar unas cuantas vueltas, pero las imágenes muestran como las amigas con las que iba la chica le dijeron algo y, finalmente, ella no se subió al coche del maestro. Pero sí lo hizo la nigeriana Maureen Ada Otuya, que le acompañó al gimnasio, donde mantuvieron relaciones sexuales, al parecer consentidas. Pero él no tenía intención de dejarla marcharse y, de nuevo, la maniató y la amordazó, para someterla durante más de cuatro horas a golpes en la cabeza y en el abdomen y simulaciones de estrangulamientos. Pasaron nueve horas antes de que, de alguna manera, Ada pudiera zafarse y trepar, aterrorizada, por las escaleras hasta llegar a la verja del local, que detuvo su huida y desde donde fue vista por Verónica.



 

La policía también descubrió varias fotografías de otras mujeres en el gimnasio, todas desnudas y en posiciones obscenas; todas, también, aparentemente dormidas o muertas. Afortunadamente, se pudieron identificar gracias a que el monje llevaba una agenda con la fotografía y el nombre de todas ellas cuidadosamente apuntados y todas ellas aparecieron vivas. El monje tenía, además, algunas alumnas que, más que pupilas, eran verdaderas acólitas. Una de ellas, Ana, aseguró en su declaración que le estaba muy agradecida porque ella era una persona antisocial y él le había ayudado a comunicarse con un hombre y saber “cómo es la vida”. La vida, para Ana y las demás acólitas del monje, era una sucesión de insultos, vejaciones verbales y momentos de cama, a veces disfrazadas de monja o de enfermera. Ellas estaban allí para satisfacer las fantasías de su líder espiritual.

 

Cuando la Ertzaintza investigó la vida del shaolín, descubrieron, también, otra cosa. Los monjes del monasterio Shaolín hace décadas que no son guerreros, aunque siguen entrenándose en el kung-fu más como arte espiritual que marcial y viven, en parte, de ser una atracción turística o de demostraciones que hacen de sus habilidades en todos los escenarios del mundo y… ¡oh sorpresa!, no conocían al maestro español y nunca le habían nombrado “maestro shaolín”.

Juan C. Aguilar durante el juicio (EFE)

      
El falso monje fue juzgado por un jurado popular y condenado a 38 años por dos delitos de asesinato con alevosía (19 por cada víctima). No fueron más porque el juez no apreció ensañamiento. El juez especificó también que no se advirtieron, durante el juicio ni en su confesión, rasgos de arrepentimiento. Sigue en la cárcel, donde trató de ganarse nuevos acólitos, sin mucho éxito, al parecer, como parece probar que otro de los reclusos, considerado muy peligroso, le propinó algunas puñaladas con un cuchillo fabricado con un cepillo de dientes. A raíz del incidente se le trasladó desde la prisión de Dueñas a la de León, donde acabará cumpliendo un total de 25 años de condena.

 

Fue condenado en abril de 2015. Saldrá en abril de 2040.

 

 

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