Nuestro colaborador Pedro Antonio
Sillero es abogado especialista en materia de derecho sanitario. En este
artículo nos propone una revisión, análisis y crítica de las medidas que ha propuesto
el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para cuando los juzgados regresen
del funcionamiento excepcional al que ha obligado el estado de alarma decretado
por el Gobierno Central.
La llegada del Covid-19 a España ha ido creando, progresivamente,
una crisis sanitaria de primer orden, una situación social desconocida en
nuestra historia reciente, una sobreabundancia normativa con modificaciones de
nuestro ordenamiento jurídico, y, en breve, una crisis económica descomunal,
cuyos indicios bastan para provocar vértigo.
Como sabemos, desde el pasado 14
de Marzo, fecha en la que se publicó en el BOE el Real Decreto 463/2020 de
igual fecha, estamos inmersos en el estado de alarma descrito en el mismo, y
que ha sido prorrogado hasta el momento de escribir este artículo dos veces,
siendo muy probable una tercera prórroga que lo extendería hasta el 10 de Mayo.
El estado de alarma viene
previsto en el artículo 116 de nuestra Constitución que lo regula junto a los estados
de excepción y de sitio, y, concretamente, en
su párrafo 2 establece que:
El estado
de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo
de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de
los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no
podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial
a que se extienden los efectos de la declaración.
El
párrafo primero de dicho artículo remite la regulación de estos estados a una
ley orgánica, la cual se aprobó en 1981 (Ley Orgánica 4/81 de 1 de Junio) con
posterioridad al golpe de estado del 23F.
Sería
fatigoso e innecesario parafrasear el contenido íntegro de la regulación del
estado de alarma, pero sí creo conveniente destacar, al menos, el sentido y
alcance de esta medida extraordinaria, para mejor entender el porqué y el cómo
de la situación que estamos viviendo.
Dice
el artículo 1 de la citada Ley Orgánica que procederá la declaración de los
estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias
hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes
ordinarios de las Autoridades competentes, siendo las medidas a adoptar y su
duración las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de
la normalidad, debiendo aplicarse de forma proporcionada a las circunstancia, y
no interrumpiendo el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del
Estado.
Y
refiriéndose, en concreto, al estado de alarma, establece más adelante que el
Gobierno podrá declararlo, en todo o parte del territorio nacional, cuando se
produzca las alteraciones graves de la normalidad, y que incluye:
b) Crisis sanitarias, tales como
epidemias y situaciones de contaminación graves.
Que
sería precisamente la situación actual.
No
hay precedentes. Es cierto que en 2010 el Gobierno de Zapatero declaró el estado de alarma, pero lo hizo en unas
circunstancias muy diferentes a las actuales y con un alcance muy limitado,
centrado en evitar el caos aéreo provocado por la huelga encubierta de los
controladores aéreos en pleno puente de la
Constitución, por lo que su valor como antecedente apenas tiene interés.
Estamos,
en definitiva, ante una situación inédita en la que el Gobierno, amparándose en
las disposiciones antes referidas, se ha arrogado unas competencias y
prerrogativas, de extensión nunca vistas, que le han permitido actuar en
algunos casos como Administración única, eliminado barreras y formalidades en determinadas actuaciones, y
atribuyéndose la posibilidad de intervenir directamente no sólo en cualquier
sector público, sino también, dentro del sector privado en todo aquello que
esté relacionado con los servicios básicos descritos en los Decretos y demás
disposiciones que se han ido sucediendo desde el pasado 14 de Marzo.
No
tengo capacidad (ni interés) en analizar cuestiones que escapan a mi
incumbencia, tales como las repercusiones sanitarias o las económicas derivadas del actual estado
de alarma, pues no soy ni sanitario ni economista. De todas formas, como España
se ha convertido de un tiempo a esta parte en un fértil jardín del que brotan
tertulianos con la misma facilidad con que antaño surgían entrenadores-de-fútbol-de-cafetería
y, antes aún, expertos-en-tauromaquia-de-mesón, remito a los interesados a las
innumerables tertulias que saturan ad nauseam televisiones y espacios
radiofónicos.
No. Pretendo
únicamente centrarme, con la modestia de mis posibilidades, en lo que más me
alarma de este estado de alarma dentro de la faceta estrictamente jurídica que
es en la que, con mayor o menor torpeza, me muevo.
Y
como la inquietud que siento no sólo es cada vez mayor, --crece, de hecho, a
cada nueva propuesta de “los expertos”, esa raza fantasmagórica pero
omnipresente en cualquier ámbito y sector en el que exista toma
de responsabilidades--, sino que además compruebo que esta preocupación no es
el sentir de un neurasténico o un mal pensado crónico, sino que se extiende
como mancha de aceite entre mis colegas de profesión, considero conveniente llamar
la atención sobre algunas decisiones ya vigentes, así como sobre determinadas
propuestas ya presentadas en firme y con vocación de hacerse realidad, y sobre
determinados globos sonda que se están dejando flotar de manera insistente y nada inocente sobre
las cabezas de los ingenuos y adecuadamente asustados ciudadanos.
Ya
sabemos que el miedo funciona como
ingrediente perfecto para justificar cambios autoritarios.
Esto
es tan de manual, que lo conocemos (particularmente si no hemos sido
estudiantes de la LOGSE) desde la época de las Guerras del Peloponeso, allá por
el siglo V AC, cuando la joven y deslumbrante democracia ateniense, tras la
muerte de Pericles, no pudo evitar la tentación de entregar el poder a
oligarcas y tiranos (1).
Vayamos al grano
De
entre las muchas cuestiones que pueden suscitarse, me planteo como objeto de
análisis la problemática derivada de: la obligación de confinamiento en un
estado de alarma, la legalidad de las multas por no respetar aquél, si dicho
estado puede justificar falta de transparencia e información, los problemas
jurídicos derivados del uso de la geolocalización como herramienta para control de la pandemia, la posible
discriminación de algunas medidas aplicadas durante el mismo, el fantasma de la
censura que se asoma en una hipotética lucha contra los bulos, y, finalmente,
las desafortunadas y peligrosas propuestas que el Consejo General del Poder
Judicial ha planteado al Ministerio de Justicia para evitar el previsible
colapso de los tribunales una vez se levante el estado de alarma.
En
este artículo voy a centrarme en esta última.
El
motivo no es otro que la especial alarma (perdón por la reiteración) que
provoca el que medidas que de forma inequívoca e indisimulada vulneran el
sagrado (en teoría) derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado como tal
en nuestra Constitución, provengan precisamente de un órgano que supuestamente
está para velar por su cumplimiento, y no
para su demolición.
Algunas
son muy preocupantes, como veremos.
Las propuestas del Consejo General del Poder
Judicial
El
Consejo General del Poder Judicial, tras mostrar una inacción exasperante
durante las primeras semanas de expansión de los contagios por coronavirus, que
a comienzos del mes de Marzo llegó a afectar a funcionarios de los Juzgados de
la Plaza de Castilla, se reunió, por fin, en una comisión maratoniana el día 11
de Marzo. Una comisión de la que, después de innúmeras horas de discusión,
salió una instrucción que tuvo el dudoso logro de provocar, a las pocas horas,
un comunicado conjunto de todas las asociaciones de la judicatura (hablo de
memoria, pero que creo por primera vez
en su historia) reclamando que “reconsidere su decisión de forma urgente” y
calificando el contenido de aquélla como “un elemento de distorsión y confusión
a la hora de adoptar las medidas precisas en una situación de contención
reforzada con la que sufre el país”. Ese mismo Consejo General del Poder
Judicial que, el día 14 Marzo, deprisa y corriendo, tuvo que adaptar sus
medidas (de distorsión y confusión) al anuncio de la aprobación del estado de
alma, ha emitido, con fecha 7 de Abril,
un documento con un centenar de medidas que califica como “plan de choque para
evitar el colapso de la Justicia tras el fin del estado de alarma”.
Dicho riesgo de colapso existe.
Particularmente,
se espera una avalancha de reclamaciones y demandas de todo tipo tanto en la
jurisdicción social como en la mercantil y, a medio plazo, también en la
contencioso-administrativa, aunque no sólo en ellas: sin duda también en Familia asistiremos a un
elevando número de reclamaciones derivadas de las consecuencias de un
confinamiento tan largo, y, en fin, en todas las jurisdicciones se vivirá una
situación similar a la que se produce en Septiembre a la vuelta de las
vacaciones tras la finalización del mes inhábil (con excepciones) de Agosto,
pero con la diferencia de que en este caso no habrá sido uno sino dos meses, añadiéndose a ello el problema de tener que volver
a encajar todas las vistas, declaraciones y actuaciones presenciales que han
quedado suspendidas desde el 14 de Marzo.
La posibilidad del colapso, por tanto, es evidente.
Por
eso la Disposición Adicional decimonovena del Real Decreto-Ley 11/2020 de 31 de
marzo, prevé la aprobación por el Gobierno, a propuesta del Ministerio de
Justicia, de un plan de choque para agilizar la actividad judicial, una vez
quede sin efecto la declaración del estado de alarma.
Pero,
una vez más, el miedo no puede servir para justificar el recorte de derechos y
libertades.
Desde
siempre ha sido una tentación del legislador justificar reformas procesales que
van cercenando los derechos procesales de las partes, por la necesidad de
descongestionar la administración de justicia, repitiendo como un mantra
aquello de que una justicia lenta no es justa, pero ocultando arteramente que la
verdadera razón de su actuar no es otra que la económica, pues la sale mucho
más barato dejar a un litigante sin la posibilidad de acudir a la segunda
instancia (por ejemplo, eliminando los recursos de apelación contra sentencias
de menos de 30.000 Euros en la vía contenciosa, o de 3000 euros en la civil), o
suprimir las faltas del código penal, remitiendo, por ejemplo, la reclamación
de los accidentes de tráfico con lesiones menos graves a la vía civil (más
cara) previo un farragoso trámite administrativo con las aseguradoras, en lugar
de que solucionarlo a través de los Juicio de Faltas, como se estuvo haciendo
durante años, y que son mucho más baratos, rápidos y sencillos para el
ciudadano; a la Administración, digo, le salen mucho más baratas estas medidas
que aumentar los medios o la dotación en personal de Juzgados y Audiencias, y
por supuesto que la creación de nuevos Juzgados o de nuevas secciones en las
Audiencias Provinciales más congestionadas.
¿Es
injusto? Por supuesto, pero económicamente es rentable y con unas ciertas dosis de desfachatez (nunca
ausente en nuestra política), se puede vender muy bien.
Pues
bien, estábamos acostumbrados a esta actuación perversa del legislador, pero
nunca supusimos que nada menos que el órgano supremo de los Jueces entraría en
su juego.
¿Quién
vigila a los vigilantes? se preguntaba Juvenal.
Y
así, entre las medidas que ha propuesto el CGPJ, bajo la loable pretensión de
agilizar la actividad judicial y evitar el colapso del sistema se incluye, por
ejemplo, la de aumentar el importe de las reclamaciones civiles que se tramitan
por el juicio verbal de los 6.000 euros actuales hasta los 15.000 euros, y que
dichos juicios concluyan con sentencias orales.
Es
decir, que por un lado propone ampliar los juicios verbales en detrimento del juicio
ordinario, más garantista y, al mismo tiempo, debilitar el contenido de sus sentencias, para las que, a las vez que
propone su oralidad, puntualiza cínicamente que deberán ser “debidamente
motivadas”: difícilmente una Sentencia dictada in voce, esto es, de forma verbal justo al acabar la vista del
juicio, puede estar “debidamente motivada”
¿Alguien
puede creer que tras una vista en la que puedan declarar testigos, peritos y
quizás las propias partes, y que puede alargarse durante varias horas, estaría
justificada una sentencia dictada a continuación, sobre la marcha, y de forma
verbal? ¿Reuniría los requisitos de
congruencia y coherencia en su fundamentación? ¿Ofrecería garantías y
tranquilidad a las partes, incluso a la favorecida con su fallo? Y, luego, ¿cómo
se apelaría?
No
contento con ello, el Consejo extiende sus dislates a otras jurisdicciones y
así, en la penal, propone la supresión de recursos frente a resoluciones
interlocutorias (no a las sentencias), a los que califica de “excesivos”. Esto, al menos, nos permite saber
algo que hasta la fecha el órgano superior de los jueces había mantenido en
secreto: en su opinión, resulta que hay demasiados recursos contra las
resoluciones interlocutorias.
Y hay que suprimirlos.
Y
esto lo dice de la jurisdicción penal, que debe ser, por definición, la más
garantista para las partes.
La
jurisdicción contencioso-administrativa también resulta afectada: además de
proponer, como en el caso de los juicios verbales, que se dicte sentencia de
viva voz (y quien conozca la complejidad de las cuestiones debatidas en gran
parte de los recursos contenciosos administrativos no podrá por menos que
pasmarse ante la pretensión de que puedan ser resueltas así, de viva voz y sobre
la marcha), propone también la supresión de la vista del juicio “allí donde no
sea necesaria”, puntualización misteriosa y no explicada pero que parece
claramente orientar a la supresión, sin más, de todas las vistas posibles y,
con ello, de la posibilidad de practicar prueba más allá de la documental,
tendencia que cada vez se va imponiendo más, por desgracia, en esta
jurisdicción (de hecho, ha acuñado el concepto de “pericial documentada” que
consiste básicamente en admitir informes periciales, pero no su ratificación y
explicación ante el Juez o Tribunal, que simplemente lo dan por reproducido).
También
para la jurisdicción social el Consejo insiste en su idea de las Sentencias in voce.
Lo
que llevamos expuesto, y que es sólo un botón de muestra del conjunto de
medidas propuestas al Ministerio evidencia cuál es la prioridad absoluta para
el Consejo, hasta el punto de que en aras a conseguir rapidez y cerrar pleitos
lo antes posible está dispuesto a sacrificar principios básicos como el de
motivación de las sentencias, el acceso a los recursos de las partes, o el del
ejercicio de los medios de prueba.
He
dejado, no obstante, para el final la guinda del pastel: entre las medidas
propuestas para las reclamaciones civiles, se incluye expresamente la de “desincentivar
las litigaciones sin fundamento mediante la regulación específica de la condena
al pago de las costas procesales o la posibilidad de imponer una multa como
consecuencia del mantenimiento de posiciones injustificables”
¿Se
dan cuenta? Multar a quien mantenga una posición “injustificable”, algo, que,
al parecer, piensa el Consejo que es relativamente habitual en nuestros
juzgados, pues de lo contrario no se pronunciaría sobre ello.
¿Pero,
qué es una posición injustificable?
Supuestamente
la que decida un juez.
El
mismo que multará, claro.
¿Y
quién multa las posiciones injustificables de los jueces?
¿Y
quién multa al Consejo por sus medidas de “distorsión y confusión”?
En
definitiva, ¿y quién vigila a los vigilantes?
EPILOGO:
El
Consejo General de la Abogacía y las asociaciones de jueces, al menos la
Asociación Profesional de la Magistratura y la Asociación Judicial Francisco de
Vitoria (primera y segunda en número de asociados), y Foro Judicial
Independiente, según me consta fehacientemente, han mostrado su discrepancia
respecto de buena parte de las propuestas del CGPJ.
El
Ministerio de Justicia, en estos momentos, trabaja en la aprobación de una ley
urgente (que podría ser mediante el mecanismo del Real Decreto Ley) para evitar
el riesgo de colapso judicial y agilizar trámites, y que según el Ministro, ser
hará con el mayor consenso posible.
Veremos.
NOTA:
(1) Es un error pensar que el conflicto
entre autoritarismo y democracia, entre sociedad totalitaria y sociedad
abierta, nace en el siglo XX. Aun con los matices que se quiera, este
enfrentamiento existe desde que el súbdito pasó a tener la condición de
ciudadano y por lo tanto a ser sujeto de derechos, entre otros, el de
participar en la toma de decisiones, y esto se lo debemos a los griegos.
Otro error es pensar que la pulsión
autoritaria es más fuerte que el deseo de libertad y democracia: recordemos que
tras su derrota a manos de Esparta y la instauración del régimen de los Treinta
Tiranos, con todo en contra, el almirante Trasíbulo, que se había refugiado en
Tebas, consiguió derrocarlo y reinstaurar la democracia en Atenas. También la
historia del siglo XX demuestra esta
capacidad de resiliencia de los regímenes democráticos frente a las
amenazas (y tentaciones) autoritarias.
Pero los enemigos de la libertad también
lo saben, y, como los virus, tienen una gran capacidad de mutación y
adaptación. Y como a cara descubierta se les reconoce y se les combate, saben
disfrazarse con ropajes blandos o amables o irrumpir en escena asegurando su
carácter transitorio o presentándose
como una necesidad inevitable para salvar el régimen (que demuelen). Ya Augusto
triunfó exhibiéndose como salvador de la República y restaurador de las mores maiorum. En el momento actual
encontramos ejemplos evidentes que están en la mente de los lectores.
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